viajero del mundo
jueves, 19 de marzo de 2020
miércoles, 15 de mayo de 2013
Nairobi
Caos en Nairobi
Kenia obtuvo su independencia de los ingleses y en el
año 1964 se constituyó como república, transformándose en un estado de partido
único gobernado por el KANU (Unión Nacional Africana de Kenia), siendo su
primer presidente Jomo Kenyatta. La
redistribución de la tierra, la política moderada de Kenyatta y un gobierno
prooccidental, permitieron al país una considerable estabilidad política y la
llegada de un gran número de inversores extranjeros canalizando el progreso
económico. A mediados de los ´70 se estableció una nueva área industrial y
financiera, fomentando a la vez la industria del turismo, que basada en las
grandes reservas de animales y su fauna salvaje, se expandió con rapidez y en
muy poco tiempo se convirtió en la mayor fuente de entrada de divisas del país.
Con el progreso, el centro de Nairobi se
convirtió en una de las zonas más modernas del continente africano y todo junto
hizo que ya antes de morir el presidente Kenyatta en al año 1.978, se conociera
a Nairobi como “La Puerta de África”.
Después de su muerte le sucedió Daniel Arap Moi,
igualmente del KANU, quien en principio mantuvo la moderación política, aunque
empezaron a surgir voces de descontento, en el reparto de tierras y puestos de
poder se había favorecido a los Kikuyu, la etnia mayoritaria del KANU, muchos
se sentían discriminados y se empezó a escuchar la demanda de multipartidismo y
elecciones. La respuesta del presidente
Moi a esta demanda, fue prohibir en el año 1.982 todos los partidos de la
oposición y declarar oficialmente el régimen de partido único.
Era octubre de 1.991, la tercera vez que llegaba a
Nairobi ese año. Llegué a última hora de
la tarde y no tuve suerte de encontrar habitación en el hotel New Kenya Lodge,
había estado dos semanas de viaje en el lago Turkana, al norte del país y muy
cerca de la frontera con Etiopía. Un
viaje emocionante y lleno de aventura, especialmente después de averiarse el
camión que habíamos alquilado en Nairobi junto con un pequeño grupo de extranjeros
y nos quedamos tirados en medio de la nada entre el Rift Valley y el Lago
Turkana en tierras de la tribu Samburu, sin posibilidad de continuar o
comunicarnos para que acudieran en nuestro rescate, circunstancia que convirtió
nuestra desgracia inicial en un golpe de fortuna al darnos la oportunidad de
vivir unos días extraordinarios de supervivencia en una zona tremendamente
árida y desolada. Fue como vivir un
“Gran Hermano” en medio de la naturaleza salvaje de Kenia.
Centro de Nairobi |
Pretendía hospedarme en el New Kenia Lodge porque ya
había estado allí antes y porque allí estaba mi amigo el pintor Julius Njau, él
era de Tanzania, pero llevaba cerca de un año residiendo en ese hotel, bastante
viejo y cochambroso, por otra parte, pero muy barato. Tuve que ir al Iqbal,
otra leyenda para los viajeros de mochila, que también se encontraba en la
misma zona y cerca del New Kenya. El
centro de Nairobi se dividía en dos partes, una, la rica, limpia y ordenada,
hacia un lado de la Avenida Moi, la otra, la pobre, sucia y fea, al otro lado
de la calle Tom Mboya, paralela a la avenida Moi. Yo me quedaba en la parte sucia y fea, pero
también la más auténtica e interesante.
Después de levantarme me fui al Growers café, servían
desayunos decentes lo mismo al estilo inglés que al gusto africano. Tanto para
los desayunos como a la hora de la comida, se llenaba de funcionarios y
oficinistas perfectamente trajeados, seguramente llegaban de la zona
financiera, pero el hecho de que el Growers se hallara junto a la calle Tom
Mboya lo hacía más asequible. Teníamos
una mañana soleada y agradable, de allí me fui caminando hasta la terraza del
Thorn Tree Café, una calle más allá cruzando la avenida Moi. Este lugar era muy popular entre los turistas
de toda clase, pertenecía al hotel Stanley y su terraza era un sitio típico
para el encuentro entre extranjeros. La terraza se hallaba en plena calle,
concurrida durante todo el día hasta el oscurecer, y en el centro había un gran
árbol que servía de sombrilla para todas las mesas, además, sin teléfonos
móviles ni Internet en aquella época, junto al árbol había un panel destinado
para colocar los mensajes que desearan los clientes, o información que les
pudiera ser interesante. Allí mismo,
pero al mediodía, había quedado con mi amiga Sara, una inglesa que había conocido
en el viaje al lago Turkana. Había
pasado dos años de cooperante y antes de su regreso a Inglaterra se regaló el
viaje que realizó junto con una amiga que había llegado de su país para
acompañarla.
En el Thorn tree café no vi a nadie conocido, de hecho
vi muy poca gente, cosa que me extrañó, acostumbrado a verlo siempre
lleno. Así que para ir haciendo tiempo
me fui hasta la oficina principal de correos, alejada del centro financiero, en
la avenida Halie Selassie, justo una calle antes de llegar a la estación de
tren. Por entonces sólo existía el
correo normal y para comunicarse cuando se estaba bastante tiempo fuera, aparte
del teléfono, era acudir a la Poste Restante de correos para ver si a uno le
había llegado carta.
Nairobi |
En el trayecto, aproximadamente de un kilómetro, me
pareció una mañana tranquila, algo inusual, y muy agradable. Tuve suerte, la poste restante me guardaba una
carta de España y una postal de un amigo francés que andaba también por
África. Me fui a un viejo banco de
madera, me senté en él y sin esperar más las leí ahí mismo. Después salí fuera y tras cruzar un espacio
abierto de unos 20 metros llegué a la avenida Halie Selassie. De repente me percaté de algo extraño, era
una gran avenida con tres carriles en cada dirección, con mucho tráfico, a lo
largo de ella había grandes edificios estatales y privados, y en ese momento se
encontraba absolutamente vacía de coches. Algo pasaba.
En las aceras la misma falta de gente y un silencio
premonitorio de que algo sucedía o iba a suceder. Pude caminar tranquilamente
hasta el centro de la avenida que se hallaba completamente desierta, entonces
lo advertí. A lo lejos, a unos 300
metros o menos, había una turba de gente ocupando toda la avenida. En ese lugar existía una gran glorieta y en
una de sus esquinas se encontraba la embajada americana, me pregunté por un
momento si tendría algo que ver. Me
quedé observando y en pocos segundos vi como toda esa gente se acercaba en
tropel en mi dirección, haciéndose claramente perceptible el caos y los gritos
que proferían. Algunos llevaban
pancartas, lo que me hizo suponer que se trataba de una manifestación, y
corrían en desbandada huyendo de la policía.
Cuando ya casi los tenía encima miré donde podía refugiarme, al lado
estaba el ministerio de finanzas, un alto y moderno edificio. Retrocedí sobre mis pasos y me fui directo
hasta él con la intención de meterme dentro.
Empujé con fuerza la puerta de cristal, pero ésta no cedió un milímetro,
la habían cerrado. Detrás del cristal
observé al conserje parapetado detrás de un mostrador, nos miramos un segundo,
suficiente para saber que no iba a venir para abrirme la puerta y salvarme.
No me quedó más remedio que volver a la avenida. La masa había avanzado y ya los tenía ahí
mismo, gritando, corriendo lo mejor que podían, algunos escapando por las
calles adyacentes, con miedo en sus caras.
No sé cuánta gente podía haber en la manifestación, quizá dos o tres
millares, de lo que si pude percatarme fue del humo que ascendía en el aire y
el sonido de disparos.
Eché a correr sin perder un segundo más a la cabeza de
los manifestantes, pues me habían alcanzado y ya era uno más de la
manifestación. Seguí recto a lo largo de
la avenida como si estuviera haciendo los cien metros lisos, dudando en la
carrera si desviarme por alguna calle, aunque al ver camiones de policías que
llegaban también por una de ellas para cortar el paso de la gente, decidí
seguir corriendo recto hasta el final de la avenida. En una mirada atrás vi como habían pillado a
muchos manifestantes entre dos fuegos y los golpeaban brutalmente.
Centro de Nairobi |
Seguí corriendo sin parar hasta llegar al parque Uhuru
(Independencia), pues una de sus esquinas conectaba con la avenida, me adentré
un poco y me agazapé detrás de unas matas para recuperar el resuello. Por un momento creí que ya estaba a salvo, pues
la manifestación estaba completamente desperdigada, pensé que los policías se
habrían quedado en la avenida Haile Selassie y calles cercanas, pero me
equivoqué. Algunos manifestantes se habían refugiado igual que yo en el parque,
y éstos atrajeron detrás de si a la policía.
Justo a escasos metros de donde yo estaba pillaron a un pobre hombre y a
porrazos lo tiraron al suelo sin dejar por eso de golpearle. Súbitamente uno se dio cuenta que los estaba
mirando y ya no esperé más allí, salí corriendo otra vez. Me di cuenta que no estaba solo, había gente
que corría despavorida en cualquier dirección y policías corriendo detrás con
sus fusiles en una mano y las porras en alto en la otra. Aquello parecía una caza de conejos, con la
desventaja que el parque estaba casi pelado de árboles o setos y eso favorecía
mucho a los cazadores.
Crucé todo el
parque tratando de alejar de mi vista los uniformes de la policía. A continuación tomé la calle Bishop Road,
ascendí por ella y al ver en una esquina un hotel con la puerta abierta me metí
dentro sin pensarlo. Al verme
sobresaltado el recepcionista me preguntó qué me pasaba, le dije lo que estaba
ocurriendo, que me había visto envuelto en la manifestación y la policía había
llegado hasta el parque Uhuru repartiendo leña a diestro y diestro. Nada más escucharlo, el recepcionista se fue
a la puerta de entrada y la cerró.
Permanecí en la recepción del hotel cerca de una hora,
en ese tiempo y recapitulando sobre lo sucedido, primero no sabía lo que
realmente pasaba, pero algo era evidente, por alguna razón se había organizado
una manifestación y la policía antidisturbios había ido para disolverla a base
de golpes, disparando balas de goma (al día siguiente me enteraría que también
habían disparado balas de verdad) y bombas de humo, y que yo hubiera visto, la
violencia sólo había llegado de parte de la policía.
Calle en Nairobi |
Por suerte salí ileso de aquella refriega, pero por
desgracia tuve que correr en contra de la dirección de mi hotel y me hallaba
bastante lejos. Me sentí a salvo allí,
pero deseaba regresar a mi propio hotel, sobre todo deseaba salir a la calle
para saber si todo había pasado, a la una del mediodía tenía pendiente una
cita. Decidí arriesgarme y salir a la
calle. El recepcionista me abrió la puerta y acto seguido la cerró de nuevo a
mis espaldas. La calle Bishop estaba
tranquila, demasiado tranquila. Caminé
despacio, aguzando el oído y la vista, pero ni se oía ni se veía nada. Todas las puertas a mi paso se encontraban
cerradas y eso me hizo sentir desprotegido.
Inevitablemente llegué otra vez al parque Uhuru. Avancé a su costado izquierdo, pegado a la
avenida Kenyatta, la más importante de Nairobi, y que igualmente se encontraba
vacía de vehículos. Se terminó el parque
y de repente me encontré en plena glorieta de la avenida Kenyatta, un blanco
demasiado visible si pasaba la policía.
La crucé lo más aprisa que pude hasta llegar al primer edificio de la
esquina, un rascacielos de oficinas cerrado a cal y canto. Me oculté tras unos árboles pensando qué
podía hacer, era una sensación muy extraña ver la calle más transitada por
peatones y vehículos de la ciudad, ahora completamente vacía. En esas oí el ruido de vehículos e
instintivamente traté de ocultarme mejor para no ser visto, eran dos camiones
cargados de policías antidisturbios.
Pensé que debía salir de la avenida Kenyatta y
continuar por calles más pequeñas para intentar pasar desapercibido, luego opté
por atravesar el centro financiero, allí todo eran edificios comerciales,
oficinas y tiendas, donde solía moverse la población blanca. Enfilé dirección a la avenida Haile Selassie
y después giré a la izquierda para tomar
la conocida calle Kaunda. Justo en la esquina se hallaba el gran
edificio del hotel Intercontinental, un hotel exclusivo para hombres de
negocios y turistas ricos. Delante del edificio tenía una extensa área
perteneciente al hotel cercada con altos setos y una gran entrada para
vehículos, ahora cerrada con una reja metálica. Al pasar delante asomé la
nariz, al verme, se acercaron dos guardas uniformados y armados con sendas
escopetas, pensando que debía ser cliente del hotel uno se dispuso enseguida a
abrir la reja, mientras el otro me hizo la pregunta. Al responder que no era
cliente, volvieron a cerrar la reja de inmediato y me animaron para que
regresara cuanto antes a mi hotel.
No me quedó más remedio que continuar, haciéndolo
pegado a las paredes, de portal en portal, agazapándome en cada esquina antes
de cruzar la calle. Todo estaba desierto y silencioso, las tiendas y oficinas tenían sus persianas
metálicas bajadas y en la calle no habían quedado ni las ratas, hasta los
guardas privados de seguridad habían desaparecido de la vista. Tenía la calle entera para mí, pero no me
sentía nada cómodo andando por ella.
Torcí a la izquierda con la idea de coger la calle
Standard y seguir por ella, era prácticamente lo mismo, sólo que al final
torciendo a la izquierda de la calle Kimathi se encontraba la terraza del Thorn
Tree, y desde allí podría ver cómo estaba, aunque ya suponía lo que iba a
encontrar. Llegué sin problemas hasta la
esquina y, en efecto, cuando apunté la vista, en la terraza no había ni un
alma, de hecho no estaban ni las mesas ni las sillas.
Latema Road, donde se hallaba el hotel Iqbal |
Había recorrido más de la mitad del camino sin
incidentes, ahora quedaba el resto, la parte más complicada, pues me encontraba
cerca de la avenida Moi, la frontera de la zona financiera y rica, y a partir
de allí se entraba en la zona pobre, marginada y conflictiva. No me equivocaba. Sólo tenía que proseguir en línea recta para
llegar a mi destino, pero nada más cruzar
calle Kimathi ya empecé a escuchar ruido de vehículos, y no precisamente del
transporte público, no circulaba ni un solo matatus en la ciudad.
Legué a la avenida
Moi y antes de cruzarla asomé el hocico, primero tenía que asegurarme de que estaba
despejada. Pude darme cuenta de que ya no estaba solo, en esa parte había algunos que andaban desperdigados y al
parecer sin rumbo fijo. Tanto la avenida
Moi como la calle Tom Mboya y la intersección de éstas con la avenida Kenyatta,
eran los principales puntos de la ciudad del transporte público, de allí
partían y allí llegaban todos los matatus de los suburbios, donde vivía la
mayor parte de la población de Nairobi.
Creo que esa pobre gente se había quedado sin transporte público al
dejar de circular los matatus, de manera que se habían quedado sin poder
regresar a sus casas y sin poder refugiarse en ningún lugar, completamente
desamparados en la calle.
Escuché ruido de motores y a lo lejos divisé que
llegaban por la avenida Moi tres vehículos.
Di unos pasos atrás y me oculté como pude, todos los que andaban por ahí
hicieron lo mismo. A pocos metros de
donde estaba pasaron tres furgonetas pick-up, es decir, abiertas en la parte
trasera y cargadas con policías que iban sentados en un banco de doble asiento
espalda contra espalda. Me quedé quieto mirando como se alejaban dirección a la
avenida Kenyatta, no pensaba moverme hasta verlos desaparecer de mi vista. Para
mi sorpresa, al llegar al cruce doblaron a la derecha y enfilaron de nuevo por el sentido contrario de la avenida
acercándose de nuevo por el otro lado. Aquello me pareció extraño, algo les
había hecho volver. De repente, no lejos
de donde me encontraba, se detuvieron a la entrada de un solar. Parecía vacío,
sólo se veía hierba y algún vehiculo abandonado, pero todo fue descender los policías de sus
vehículos y salir gente de aquel solar en apariencia despoblado. Por lo visto
un grupo se había refugiado allí ocultándose como pudo, pero alguien debió
verlos y mandaron tres vehículos cargados de policías.
Vi correr a esa gente como conejos asustados en varias
direcciones, el problema era que detrás tenían una tapia que les impedía la
escapada y la mayoría optó por huir cruzando la avenida, justo donde yo estaba.
Serían un grupo de unos veintitantos hombres quizá, viniendo hacia mí y la
policía detrás de ellos con las porras enarboladas. Los que estaban en el mismo lado que yo,
viendo lo que se les venía encima, no les quedó más remedio que echar a correr
también. Tenía dos opciones, o echar a correr junto a ellos o cruzar la avenida
al lado contrario y tratar de alcanzar la calle Tom Mboya. En la cara de algún policía vi sorpresa al
ver como del otro lado salía un “muzungu” (blanco) cruzando la calle en la
misma dirección en la que ellos venían.
Latema Road |
Naturalmente procuré cruzar de forma transversal para
alejarme de ellos y con el ojo puesto en la calle al final de la tapia. Por suerte ningún policía decidió dar media
vuelta y seguirme. Enfilé a toda
velocidad por la calle que sabía debía desembocar en Tom Mboya, si alguien
quería alcanzarme tendría que correr mucho.
No me detuve al
llegar a Tom Mboya, sino que continué dos calles más hasta Taveta Road,
entonces sólo tenia que girar a la izquierda hasta Latema Road, el hotel Iqbal
se encontraba allí haciendo esquina. La
calle Latema que era la más ancha y comercial de esa zona, allí parecía estar la cosa tranquila, se podía ver
algunos hablando tranquilamente en reducidos grupos, aunque los comercios y
otros negocios estaban cerrados.
Llamé a la puerta metálica
de mi hotel, que igualmente se encontraba cerrada, pero nadie vino a
abrir. Volví a llamar, esta vez con
fuertes golpes en la puerta, y lo mismo, nada. Tuve que golpear y gritar que vivía allí
varias veces hasta que por fín alguien vivo a abrirme. Subí a mi habitación, la ventana daba a un
callejón lateral que desembocaba en Latema, de forma instintiva la abrí para
asomarme, aunque la visión quedaba muy limitada. Al instante vi como entraba en el callejón un
camión cargado de policías antidisturbios.
Sin duda sabían que en Latema había gente en la calle y llegaban a por
ellos. Se acercaron al ralentí y pararon
justo debajo de mi ventana en la segunda plata.
Tuve la vista privilegiada de verlos descender en silencio justo debajo
de mis narices. Me quedé observando procurando no hacer movimiento ni ruido
alguno. Entraron corriendo en la calle
Latema, pillando por sorpresa a la pobre gente que allí había, sólo pude ver como
sin mediar palabra arremetían a porrazo limpio contra dos individuos que
trataron de escapar sin suerte, el resto se introdujo en la calle hacia la
derecha perdiéndose de mi vista. Me metí
dentro y busqué la cámara. Me asomé de
nuevo a la ventana, la verdad que no había nada relevante que fotografiar, pues
mi ángulo de visión quedaba limitado al ancho del callejón y ya había
desaparecido de allí los policías que golpeaban a dos inocentes
ciudadanos. Entonces apunté el objetivo
hacia el camión que estaba debajo de mi, había quedado allí un policía de retén
y le hice una foto. El leve ruido que
hizo el motor de arrastre de la cámara al hacer avanzar la película, fue
suficiente para alertar al policía, quien miró hacia arriba y de inmediato alzó
la porra amenazante profiriendo gritos contra mi. No me entretuve en escuchar lo que decía, me
retiré de la ventana y la cerré. Me
quedé pensando lo que podía pasar, si se les ocurriría subir a mi habitación, y
si subían, qué podía hacer o decirles.
Por si acaso, quité el rollo de la cámara y lo sustituí por otro,
esperaba que si la cosa se ponía fea, podía solucionarlo sacando y dándoles el
rollo vacío.
Por suerte se olvidaron de
mí y estuve dejando pasar el tiempo tirado en la cama de mi habitación, un
cuarto tan simple como cuatro paredes y una cama. Ya había dado por perdida la cita con mi
amiga Sara.
Me aburría, además era ya
mediodía y tenía que ir pensando si podría comer en alguna parte. Tuve que pedirle al recepcionista del hotel
que me abriera la puerta, esta vez para salir.
El hotel New Kenya Lodge no quedaba lejos, sólo había que seguir recto
hasta el final, tomar la calle River Road y un poco más allá estaba el
hotel. Decidí ir a ver a mi amigo el
pintor Julius Nyere, suponiendo que se encontrara en el hotel. Era un pintor jóven y, según los recortes de
prensa que guardaba, lo consideraban uno de los mejores pintores africanos y de
mayor proyección internacional. En Kenya
era uno de los más famosos, fuera de allí había expuesto en Alemania y Japón, incluso en Japón se había hecho ya
con una reputación, había vivido allí más de un año, tenía éxito, lo
entrevistaban en periódicos y lo habían sacado en la televisión, hasta le había
dado tiempo de casarse con una de las periodistas japonesas que lo había
entrevistado, pero con todo, había decidido regresar a África en busca de la
tranquilidad y la inspiración para seguir pintando. Julius era un tipo curioso, coleccionaba
gorros y sombreros, tenía en su cuarto al menos doscientos y cada día se ponía uno
distinto, según él ánimo que tuviera.
Por otra parte se compraba flores casi a diario, en su cuarto nunca
faltaban y cuando subía a su estudio de pintura, la azotea del hotel, además de
las telas y las pinturas, se subía también las flores. También poseía una
personalidad extraordinaria y una indudable inteligencia. Guardaba sus pinturas enrolladas en la
habitación del hotel, tenía muchas y dos de ellas, las de formato más grande,
las guardaba con especial cuidado, después de habérmelas mostrado me dijo que
le habían ofrecido más de diez mil dólares por cada una, sin embargo no quería
venderlas. Cuando le pregunté por qué
(en Kenia vendía entre mil y dos mil dólares) respondió que esperaba que esas
pinturas tendrían más valor en unos años.
Antes de partir en mi viaje al lago Turkana le había dejado una camiseta
blanca pidiéndole que me pintara algo, cualquier cosa sencilla, sólo como
recuerdo.
La recepción del New Kenya
Lodge se hallaba subiendo unas estrechas escaleras en la primera planta, y la
habitación de Julius justo en la parte posterior rodeando la recepción. No tenía ventanas, era un simple cubículo
atiborrado de cosas, sin un solo centímetro libre. No entendía por qué había escogido la peor
habitación del hotel para vivir, la única explicación que se me ocurría era por
seguridad, quizá pensaba que al estar pegada a la recepción sus cosas estarían
más seguras cuando él no estaba allí, en ese cuarto guardaba lo que más valor
tenía para él: sus pinturas.
Con Julius Njau |
Fui directo a su habitación
y allí lo encontré. Nos saludamos y,
después de preguntarme qué tal fue mi viaje, puso una carta en mis manos, le
había recibido hacía escasos días y estaba esperando que yo llegara para que la
viera. La miré y vi con sorpresa que
venía de España. Me pidió que la leyera
para que después le diera mi opinión. La
carta venía remitida del Comité Organizador de la Exposición Mundial Sevilla
´92, y a la sazón le comunicaban que había sido uno de los tres jóvenes
pintores africanos escogidos para exponer en la Exposición de Sevilla. Lo felicité, sin embargo él no parecía del
todo contento. Tenía sus dudas sobre la
importancia que eso podía tener para él, pero sobre todo recelaba de una cosa:
en la carta le explicaban el número de pinturas que debía enviar, que debía hacerlo
mediante British Airways a portes y seguro pagados y por la organización, y que
en unas fechas determinadas recibiría una invitación y los billetes de vuelo
para viajar a Sevilla y asistir a la presentación de sus obras. Todo parecía bien detallado, pero Julius no
se fiaba. Tenía miedo de enviar sus
pinturas y no verlas nunca más. Después
de discutir sobre eso, de intentar quitarle la preocupación y hacerle ver la
importancia que tendría para él exponer en Sevilla, una expo mundial, decidimos
salir a comer. Le dije que estaba todo
cerrado, pero él aseguró que conocía un sitio donde solía ir y allí seguramente
podríamos comer. Al salir de su
habitación le pregunté si me había pintado algo en la camiseta que le dejé, se
limitó a responder que no. Quise saber
por qué, no le estaba pidiendo un cuadro, solo un dibujo o unos trazos de
pintura. Entonces fue más explícito,
dijo que no había pintado nada porque seguramente lo que yo haría después sería
vender la camiseta. La respuesta me
decepcionó, le dije que estaba equivocado y ya no volví a insistir más.
Salimos fuera con cierta
cautela, el día era soleado y agradable, todo estaba tranquilo y en silencio, pero
no sabíamos lo que nos podía esperar. Tomamos River Road a nuestra derecha y
seguimos por ella en la más absoluta soledad, resultaba muy extraño andar en la
calle sin gente y sin ruido, completamente desierta a plena luz del día.
Andábamos despacio, Julius tenía una pierna más corta que la otra, a pesar de
tener un zapato con plataforma caminaba cojeando un poco. Por el camino me explicó la situación, la
manifestación había sido organizada para pedir elecciones, es decir,
democracia, por supuesto el gobierno la había prohibido, de modo que todo el
mundo sabía que asistir a la manifestación sería peligroso. Creímos que al haber quedado disuelta la
concentración de protesta, al haber limpiado las calles de cualquiera que
hubiese ido a criticar o reclamar algo al régimen del presidente Moi, el
problema se había resuelto. En esos instantes no podíamos saber que el gobierno
había decidido que ese día no quería a nadie en las calles del centro de
Nairobi.
El rugido del motor de un
viejo camión llegó hasta nosotros, nos giramos atrás y, en efecto, un camión
cargado de policías venia por River Road en nuestra dirección. Andábamos por la acera y todas las puertas se
hallaban cerradas, no había posibilidad de ocultarse, además ya nos habían
visto. Nos quedamos parados mirando al
camión. A menos de cincuenta metros de nosotros, vimos que varios policías sacaban
los cañones de sus fusiles por encima del tablero lateral que quedaba a nuestro
lado y nos apuntaban con el camión en marcha.
Menudo susto al ver los cañones dirigidos a nosotros. Instintivamente nos dejamos caer al suelo
detrás de un coche que había aparcado usándolo como parapeto, por suerte fuimos
más rápidos en agacharnos que ellos en apretar el gatillo, pues las bolas de
goma que dispararon dieron en la pared detrás de nosotros. Al pasar en frente
nos gritaron algo, pero el camión no se detuvo, seguramente iban con prisa a
alguna parte.
Chica y chico de la etnia Samburu |
Seguimos caminando hasta el
final de River Road y sólo unos pocos metros antes de llegar a una gran plaza
donde también confluía Tom Mboya y que además de servir para distribuir el
tráfico había una estación de matatus, nos detuvimos a la puerta de un
restaurante. Estaba cerrado y Julius
llamó a la puerta. No hubo respuesta. Un
par de ventanas daban a la calle, pero tenían echadas unas cortinas y no se
veía nada. Julius habló en suajili y
dijo quien era, entonces alguien nos abrió y nos apresuró para que nos
metiéramos dentro rápido. En el
restaurante había otras personas comiendo, todos en el más absoluto
silencio.
Después de comer alguien del
restaurante que vigilaba el exterior nos dijo que podíamos salir. Aún eché un vistazo en la plaza y pude
fijarme que no era el único que andaba por ahí, pero Julius me pidió que no
perdiera el tiempo y nos fuéramos cuanto antes de regreso al hotel.
A media tarde, aburrido de
estar en la habitación de mi hotel sin hacer nada, decidí volver a salir para
dar una vuelta. La verdad es que me picaba bastante la curiosidad por conocer
de primera mano cómo seguía la situación. Después de pensarlo opté por
encaminarme hacia la calle Tom Mboya y la avenida Moi, dos de las arterias principales
de la ciudad, su visión podría darme los detalles para evaluar cómo seguía la
cosa.
La distancia a Tom Mboya era
corta y conseguí llegar sin dificultades. La visión a uno y otro lado de la calle fue
desoladora, la calle más concurrida de la ciudad y se encontraba desierta, realmente
Nairobi se había convertido en una ciudad fantasma. Mientras pensaba si seguir caminando hasta la
avenida Moi, escuché de nuevo el inconfundible sonido de un camión. Llegaba por el lado opuesto en que yo me
encontraba, así que pasaron a cierta distancia de mí, por lo que aunque alerta,
me quedé inmóvil observándolos. Al pasar
me gritaron e hicieron gestos que daban a entender que me fuese de allí, pero
no hice caso y permanecí quieto. Estaba
claro que la policía seguía patrullando la ciudad en sus camiones con la misma
consigna de limpiar las calles de gente, aquello era un toque de queda en toda
regla y sin previo aviso, en pleno día.
No me dieron tiempo de pensar nada más, como no me moví del sitio en que
estaba, poco más adelante el camión aminoró la marcha y se saltó la mediana de
la calle para cruzar al otro lado y girar en dirección a donde yo estaba. Desde luego no me quedé para ver qué querían,
eché a correr por la misma calle que había legado sin parar hasta la puerta de
mi hotel, por suerte el camión no se desvió para seguirme, pues de haber
querido podrían haberme alcanzado.
Por supuesto en mi
habitación no había un televisor donde pudiera estar al tanto de las noticias,
y en la recepción tampoco. Ni siquiera
tenía conmigo una radio que pudiera informarme, el inglés era idioma oficial,
de manera que estar tirado en la cama sin saber ni hacer nada, era
deprimente. A las siete de la tarde,
completamente de noche, me propuse volver a salir, esta vez no para saciar mi
curiosidad, sino el hambre. En Kenia ya
era la hora de cenar, de hecho para Kenia ya era tarde, otros días ya cenaba a
las seis si no quería llegar con el restaurante cerrado, aunque siempre podía
ir al restaurante del hotel Ambassadeur, entre Moi y Tom Mboya, donde se cenaba
bien por un precio moderado y podía verse todas las tardes mucha gente de la
clase media citándose allí para tomar algo o cenar.
No tenía idea de dónde podría
cenar algo, simplemente seguí la calle Latema adelante dirección a River Road,
pegado a la pared y abriendo bien los ojos. La oscuridad y el silencio se asociaban esa
noche como nunca, la luz pública era casi inexistente y la que solía haber en
la puerta de las tiendas o lugares privados había sido suprimida al encontrarse
todo cerrado. De repente me topé con
alguien que apareció de la nada, me preguntó qué estaba buscando. Al decirle que un lugar para cenar, me señaló
con la mano al otro lado de la calle, miré, pero no vi nada. Me aseguró que allí servían comida. Entonces me di cuenta que un tipo frente a un
entoldado saliente de la pared, daba unos pasos adelante mientras me hacía
gestos con la mano para que me acercara.
Crucé la calle y le pregunté dónde podía cenar. Ven, me dijo
resueltamente, aunque yo seguía sin ver nada que se pareciera a un
restaurante.
Chicos de la etnia Masai |
Observé que a cierta altura
salía de la pared una lona negra, estaba apuntalada con palos a unos dos metros de distancia, de manera que
habían formado un toldo que caía hasta el suelo y cubría también los
lados. El hombre se acercó a un lado y
separó la lona dejando una abertura justa para pasar dentro, animándome a que
entrara. La lona cubriría una zona de
dos por unos ocho metros y bajo ella habían instalado un tablero estrecho y
alargado pegado a la pared que hacía de mesa, y unos bancos para sentarse. En un hueco a la entrada había instalada una
gran olla con comida que habrían cocinado en alguna parte, así que esa misma
tarde habían improvisado un restaurante clandestino en plena calle. El receptor se quedó en la puerta vigilando y
otra persona me pidió que me sentara, sobre el tablero había unas velas como
única iluminación e indetectables desde el exterior, y cuatro clientes cenando
en ese momento. El menú era único y
también parecía difícil de detectar de qué se trataba, me sirvieron un plato
con comida caldosa donde sólo pude distinguir con claridad que contenía arroz,
entre otras cosas. Al terminar pagué y,
antes de salir, el vigilante sacó la nariz para observar el exterior y decirme
a continuación. “okay, no problem. You
can go” Le di las gracias y salí de nuevo a la calle, bueno, en realidad,
no había dejado de estar en la calle.
Volví a activar las antenas
y comencé a andar con sigilo. Ya que
estaba a mitad de camino del New Kenya Lodge, se me ocurrió ir a ver a Julius,
todavía quedaba mucho tiempo antes de ir a dormir.
Naturalmente tenían la
puerta cerrada, la golpeé y pedí que me abrieran. En principio no hubo respuesta, tuve que
identificarme, decir mi nombre y apostillar que era el español, estaba seguro
que el vigilante nocturno se acordaba de mi.
Al momento se abrió la puerta, le di las gracias al vigilante y subí las
escaleras.
Encontré a Julius en la
recepción, se sorprendió al verme allí y acto seguido me llevó a su habitación
para hablar de los acontecimientos del día.
No habrían pasado ni diez minutos cuando empezamos a escuchar
gritos. Nos quedamos en silencio
aguzando el oído y al instante Julius se levantó como un resorte, echó el
cerrojo de la puerta y apagó la luz. De
inmediato se escuchó ruido de pasos, voces y más gritos. Pregunté qué estaba pasando, pero Julius me
dijo que no hablara ni me moviese. Los
gritos aumentaron, venían desde la recepción, únicamente separada de nuestra
habitación por un simple panel de madera, por lo que los escuchábamos
claramente, aunque los pronunciaban en suajili y yo no entendía las voces que
daban, pero si podía entender que algo serio sucedía, pues los gritos también
se mezclaron con golpes. Pensé que
estaban asaltando el hotel.
Creo que Julius nunca había
pasado tanto miedo en su vida. Al cabo
de unos minutos se hizo el silencio, escuchamos ruido de pisadas que llegaron
hasta la puerta de nuestra habitación, alguien la empujó y dijo algo, pero
viendo que estaba cerrada y nadie respondía, se alejó de nuevo. Otra vez silencio. Las voces y gritos habían
dejado de escucharse, pero Julius seguía cagado de miedo, no tanto por él como
por todo lo que allí guardaba y los destrozos que pudieran causar si entraban,
especialmente en sus pinturas, lo más valioso que tenía. Cuando la calma parecía que había vuelto de
nuevo intenté saber qué había pasado allí, de forma que, con la oposición de
Julius a permitirme salir por el miedo que sentía a abrir la puerta, fui a la
recepción a ver qué había sucedido dejando que mi amigo se encerrara de nuevo
en su cuarto.
La recepción había quedado
vacía, es decir, sólo quedaban el recepcionista y el vigilante, don muchachos
jóvenes y en ese momento, molidos a palos. Magullados y exaltados, empezaron a contarme lo que había
sucedido. Una patrulla de tres policías
había llamado en la puerta del hotel, el vigilante en un principio se resistió
a abrir, le dijeron que eran la policía y lo amenazaron si no abría, el chico
cedió y les abrió la puerta, recibiendo una tunda de porrazos nada más entrar
por no haber obedecido a la primera. Seguido subieron a la recepción. El chico, oliéndose lo que pasaba, cogió el poco
dinero que había en la caja y se lo metió dentro de los calzoncillos. Nada más llegar le preguntaron dónde estaba
el dinero. El chico les dijo que no
había, le respondieron dándole con la porra, el chico les enseñó el cajón vacío
y los policías se enfurecieron más, empezaron a golpearle para que les dijera dónde
lo guardaba. El valiente recepcionista
aguantó los porrazos sin decir nada, el pobre me lo contaba orgulloso, los
policías no habían conseguido llevarse el dinero, pero a cambio él se había
llevado una buena paliza.
Después de fracasar con el
recepcionista, dos policías se dedicaron a registrar las habitaciones una por
una. En dos de ellas, ocupadas por
turistas extranjeros y que fueron lo suficientemente tontos para abrirles la
puerta, se llevaron el dinero que encontraron.
Poco a poco fueron descendiendo los huéspedes de las plantas superiores
y se armó un buen revuelo, todos estaban excitados por lo sucedido. El joven
recepcionista volvió a repetir su hazaña a todo el que le preguntaba, sin
ocultar el orgullo que le producía el hecho de que la policía no había podido
con él. En el hotel también había una
amiga sueca, de modo que subí a su habitación para saber cómo estaba. Me dijo que también habían llamado a su
puerta, pero guardó silencio y no abrió.
Luego bajamos a la recepción para unirnos a los demás y saber lo que le
había ocurrido a cada uno.
Esa fue la evidencia última
que ese día el mayor peligro de Nairobi era su policía. Todo parecía indicar que los policías, con el
toque de queda, se convertían en simples bandidos por la noche.
Pasado el revuelo, tuve que
plantearme qué hacer. Mi hotel no
quedaba lejos, tardaría menos de cinco minutos en llegar, sin embargo vista la
situación parecía un riesgo dar un solo paso en la calle. El vigilante dijo que había patrullas dando
vueltas en la zona y, si me encontraban, quién sabía lo que podía
sucederme. Al escuchar eso, mi amiga me
invitó, más bien me obligó, a quedarme en su habitación. Dijo que no debía
correr riesgos y verdaderamente tenía toda la razón, además afirmó que teniendo
compañía también ella se sentiría más tranquila.
Según pude leer en el
periódico al día siguiente, la manifestación se había saldado con tres muertos
(uno de ellos apaleado en el parque Uhuru), numerosos heridos y bastantes
detenciones. Según la versión del gobierno,
la policía tuvo que emplearse con contundencia para disolver una manifestación
prohibida y evitar los disturbios de los manifestantes, y después para evitar
que los ladrones asaltaran los comercios en la revuelta. Lo cierto es que la prensa que podía
considerarse libre criticó duramente la actuación de la policía, siendo la
presión internacional la causa principal
para que el presidente Moi restableciera ese mismo año de 1.991 una democracia
multipartidista, celebrándose al año siguiente elecciones presidenciales.
También al año siguiente y
por sorpresa, recibí una postal de mi amigo Julius. Al final decía que cuando viajara de nuevo a
Kenia, me pintaría una camiseta.
Viaje en Kenia, año 1.991
Actualmente Julius Njau vive
en Japón y ésta es su página web:
domingo, 3 de febrero de 2013
Desgracias de la riqueza
Desgracias de
la riqueza
(Relato basado en
hechos reales)
Carlos fue
siempre un hombre con poca suerte, a cambio Dios le había dado mucha
resignación para llevar la vida. Desde
pequeño había trabajado en el campo, en la pequeña finquita de su familia, pero
eso no daba sino para trabajar duro y malvivir.
No le faltaban sus fríjoles y su arroz diario para comer, sin embargo
Carlos siempre aspiró a algo más, a tener unos pesos en el bolsillo, a ir a la
tienda y comprar y buen mercado para él y su familia, tener algún caprichito,
poder sustituir el caballo por una moto para ir más lejos, para gozar un poco
de la vida fuera de su finca, del monte, de la dura soledad y el esfuerzo
diario que no cesaba desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde.
Se consiguió
una mujer en el pueblo de Amalfi y la llevó a vivir con él en su finquita, y después se construyó una casa para vivir
independiente de su familia. La casa
sólo tenía una sala y una habitación, con los muebles imprescindibles, era muy
sencilla, pero se podía vivir, ya estaba acostumbrado a la austeridad desde pequeño. Matías tenía su hogar y no le faltaba nada
que fuera imprescindible, no era con lo que él soñaba, pero daba gracias a Dios
por tener cubiertas sus necesidades más básicas y elementales. En el fondo su vida no era ni mejor ni peor
que la de cualquier otro, era la vida que le había tocado vivir.
La normalidad
y la rutina diaria eran el aspecto más común que presentaba su vida, tan apenas
inquietada por ninguna circunstancia. En
los primeros años su mujer le dio dos hijos, con eso parecía completar el
círculo al que todo hombre humilde podía aspirar, o al menos un simple
campesino como él. Disponía de una
casa, una pequeña granja con diversos
animales y un trozo de terreno de cultivo. No era mucho, pero suficiente para
subsistir.
Todo era tan
perfectamente simple que nada hacía imaginar
ninguna alteración, sin embargo la
normalidad tomó un desvío inesperado.
Su mujer, que hasta entonces se había mostrado
sumisa, fiel, paciente, aceptando sin quejarse lo poco que tenían, de repente
le pidió el divorcio y se marchó de allí con sus dos hijos, que aún eran
pequeños, dejándolo solo.
Carlos intentó
retenerla, pero ella le dijo que ya no lo amaba ni deseaba seguir viviendo
allí.
La vida, que
hasta entonces le parecía dura pero fácil de llevar, se le volvió gris y
pesada, trabajar en el monte ahora le resultaba más insoportable, mucho trabajo
para tan poca recompensa, sobre todo faltando los hijos a su lado. No conseguía adaptarse a su nueva soledad.
Carlos vivía en
una de las principales zonas auríferas del país, todo el departamento era rico
en oro y existían muchas minas dedicadas a la extracción de este mineral, la
soledad y melancolía que sentía empezaron a fomentar nuevas ideas en su mente
sobre ese asunto. Cuanto más lo pensaba
más le atraía la idea de lanzarse a la aventura él también e ir en busca de un
golpe de suerte: encontrar oro. En su pequeña finca conocía bien el futuro que
tenía predestinado y no sentía mucho interés por envejecer allí sólo y con el
dinero justa para sobrevivir.
Tomó la
decisión de dejar su casa, su terreno y partir, dejando sus exiguas propiedades
a cargo de la familia. Si le salía mal, siempre podría volver allí.
Se trasladó
hasta el municipio de Zaragoza, un pueblo grande y mejor comunicado, como base
para iniciar su búsqueda. Eligió este
lugar por dos razones: una porque desde Zaragoza podía ir a inspeccionar los
ríos de la zona, por allí pasaban el Bagre, el Aporriado, el Zigui, y otros
afluentes más pequeños. La segunda razón
porque desde allí no había mucha distancia donde vivía su ex mujer con sus
hijos, de manera que podría visitarlos de vez en cuando.
Los comienzos
fueron duros, como nunca se había dedicado a eso tenía escasos conocimientos de
cómo encontrar oro. Había cuatro formas
de extraerlo, la más popular era buscarlo en los ríos y sus orillas, únicamente
se necesitaba unas simples herramientas, esfuerzo y paciencia, para remover la
grava del río en busca de las pepitas.
Si se disponía de dinero para comprar una draga, con ella se ampliaban
las posibilidades al dragar el río en su interior, ya que muchas menos personas
concurrían en esa competencia y el lecho del río solía contener más mineral
proveniente de los aluviones, que quedaba depositado en las grietas o marmitas
que se formaban. Después, otra manera
estaba en la tierra, la mina artesanal, los pobres o gente sin recursos lo
buscaba con simples herramientas, a golpe de pico doblando los riñones y
arriesgando su vida en los inseguros túneles que cavaban. Y por último estaba la forma tradicional,
cuando una gran empresa nacional o extranjera realizaba la extracción con
máquinas y métodos más modernos.
Naturalmente
Carlos tuvo que empezar por el método más simple: buscar en las orillas. Sólo necesitaba unas botas impermeables, una
pala y una batea. Sus escasos
conocimientos sobre dónde buscar, se resumían en intentarlo en las orillas donde
tuvieran arena negra, principal indicativo de que podía haber oro, excavar con
la pala en los remansos del río donde no hubiera corriente de agua, ya que allí
se depositaban los minerales más pesados, e ir depositando el material en la
batea para ir examinándolo.
En Zaragoza se
alquiló una pequeña casita de una sola pieza, muy sencilla. En sus primeros meses, principalmente por la
distancia, muchos días los pasaba durmiendo en el monte, sobre una hamaca. Cuando salía a trabajar, en su macuto siempre
llevaba frijoles y arroz para cocinar por si se quedaba a dormir fuera. Lo duro de dormir a la intemperie era la
humedad, si llovía lo único que tenía para protegerse era un plástico.
Poco a poco
fue obteniendo resultados. Con el tiempo fue adquiriendo experiencia y el éxito
fue llegando en forma de pepitas de oro.
Unos pocos gramos podían significar la compensación a una semana de
trabajo en el campo. Había días peores y
mejores, pero las pepitas iban apareciendo.
Cuando reunía
unas cuantas pepitas, las vendía en el pueblo, allí mismo había gente que las
compraba. Después, era el día en que se
permitía un descanso y un poco de diversión, iba al bar, tomaba unas cervezas,
invitaba a alguna mujer, para a veces acabar durmiendo con ella.
Esta práctica,
la de llevarse a casa alguna mujer, la clausuró cuando conoció a Brenda. Era
una buena mujer, atractiva, humilde y sola como él, a quien su marido la había
abandonado hacía unos años cuando su hija aún era pequeña. Luego, no volvió a convivir con ningún otro
hombre. Se hallaban en una situación
parecida. Era innegable que esa mujer le
atrajo desde el primer momento en que la conoció.
El progreso en
su labor de buscar oro, la suerte de poder ir ahorrando dinero y la nueva
amistad con Brenda, le habían subido el ánimo. Se podía decir que volvía a
sentirse feliz. Esa moderada euforia lo
convenció para tomar una nueva decisión con la idea de prosperar en su negocio:
el dinero ganado lo invirtió en comprarse una draga. La posibilidad de dragar el río ampliaría sus
expectativas de encontrar oro. Por otra
parte, tener una draga lo convertía en un pequeño empresario autónomo, tomando dos
ayudantes que irían con él y a quienes daría un porcentaje del oro
encontrado. Esa pequeña propiedad y sus
objetivos, ya no lo hacían sentir un don nadie.
En la comarca había otras dragas, muchas de
ellas ilegales, sin permisos para extraer oro de los ríos, pero Matías
regularizó el permiso correspondiente y obtuvo la concesión para realizar
minería aluvial de tipo artesanal con draga. Siguió además, a diferencia de
otros muchos, los parámetros en el tipo
de maquinaria o herramientas, así como de no usar químicos que dañaran el medio
ambiente para la separación del oro.
El trabajo
resultaba duro, ya desde muy temprano y por turnos, uno de los tres se sumergía
bajo la profundidad de las aguas del río, convirtiéndose en un buzo con el
simple equipamiento de unas gafas y una manguera en su boca conectada con el
exterior para respirar, mientras en la mano llevaba la manguera conectada a la
bomba que llevaba la draga y con la que succionaba la tierra en el lecho del
río para llevarla hasta un canalón que la depositaba en la orilla sobre unas alfombras de plástico. Al concluir el día, se examinaba el material
extraído para separar las piedras y la tierra del oro, empleando lo que allí
llamaban cocos, una especie de máquina artesanal vibratoria con filtros,
utilizando como último recurso planchas amalgamadoras para recuperar el oro
fino.
Para sacar un
mayor rendimiento, pasaban casi todo el tiempo con la draga, con más ansiedad
si cabía por encontrar oro y empezar a recuperar el dinero invertido. Para ello hacían una simple chabola con un
entoldado de plásticos junto al lugar donde trabajaban, y allí mismo era donde
dormían. Por otra parte, tampoco se
podía quedar sola la draga, de lo contrario se corría el riesgo que alguien la
robara. Por eso los ayudantes de Carlos
pasaban todo el tiempo allí, trabajando o vigilantes cuando su patrón iba a
Zaragoza a vender el oro y después comprar gasoil y provisiones, sin olvidarse,
por supuesto, de visitar a su amiga Brenda.
Después de un
año no podía decirse que le hubiera ido mal, aún no se había hecho rico, pero
sus ahorros e inversiones habían ido aumentando. La draga y demás herramientas estaban
pagadas, y a partir de ese momento, con los nuevos ingresos, fue construyéndose
una casa.
En el aspecto
sentimental tampoco le iba nada mal, había formalizado su relación con Brenda
y, cuando regresaba a Zaragoza, solía hacerlo una vez por semana, se quedaba con
ella en su casa. Continuaron así hasta
que la casa encargada terminó de construirse, entonces Brenda, su hija y él, se
trasladaron a vivir allí.
Carlos estaba
feliz. Tenía una nueva familia, había encontrado una buena compañera y estaba
convencido que era la mujer de su vida.
Había acogido a Nely, la hija de
Brenda, como si fuera su propia hija, además de vez en cuando podía ver cómo
iban creciendo sus hijos, incluso con su mejora económica les ayudaba dándoles
algo de dinero. Iba acercándose a todo
lo que podía desear. Sin embargo, ahora
que era feliz con su mujer, le resultaba más duro su trabajo. La extrañaba cada día que estaba en el río
con la draga. Un día o dos a la semana para
estar juntos le parecía muy poco. Los
días de trabajo se le hacían demasiado largos.
En menos de
tres años, con lo que le había rendido el oro, Carlos había podido pagar la draga
y se había construido una casa, se podía decir que su vida estaba asentada, las
pepitas de oro no dejaban de aparecer y le proporcionaban un nivel económico
aceptable. Con todo, la contrapartida le
parecía demasiado dura, por un lado pasar demasiado tiempo alejado de su mujer,
por otro la dureza del trabajo, pasar varias horas al día bajo el agua influía
en el menoscabo de su salud. Y ya sabía
cuál era el límite de lo que podía obtener, suficiente para vivir, pero
insuficiente para retirarse pronto.
Empezó a darle
vueltas a la cabeza, sabía que la verdadera riqueza se encontraba en la tierra,
bajo el suelo o en la roca. Allí era
donde estaban las vetas de oro, donde uno podía hacerse rico si encontraba una. Pensó que debía invertir para excavar la tierra.
El problema
era que él no disponía de ningún terreno.
Después de sopesar todas las posibilidades, de reflexionar en cuál podía
ser el método, creyó que la mejor decisión era comprar un terreno y
arriesgarse. De lo contrario, si lo
intentaba en un terreno que no fuera suyo, sólo podía aspirar a tener la
concesión de explotación de la mina, pero la mina nunca sería de él.
Lo habló con
su mujer, estaba decidido a emprender una nueva aventura y ella lo apoyó. Si al cabo del tiempo no salía bien, siempre
podría volver a buscar en el río con la draga.
Pasó varias
semanas inspeccionando terrenos, los quería vírgenes, sin que antes se hubieran
hecho prospecciones, que tampoco estuvieran cerca de alguna otra mina, pues eso
encarecería el terreno, ni estuviera dedicado a nada. Debía guiarse únicamente por su intuición y luego
esperar un golpe de fortuna.
Cuando
encontró el terreno que le interesaba, habló con su dueño y después de discutir
el precio llegaron a un acuerdo para comprárselo. Después, con el título de propiedad en sus
manos de un terreno de más de treinta hectáreas, Matías se sentía orgulloso y
excitado a la vez por empezar pronto a horadar la roca.
Con los gastos
de la casa, aún no había ahorrado lo suficiente, de modo que parte del dinero
tuvo que sacarlo prestado. Como quería dedicarse cuanto antes a la exploración
del terreno, llegó a un acuerdo con sus ayudantes. Él tenía la draga y el permiso de las
autoridades para extraer el oro del río, les cedía la explotación a cambio de
una renta mensual. Ellos aceptaron. Se pusieron de acuerdo en el precio a pagar y
con ello Carlos podría ir amortizando su préstamo mientras no encontrara oro en
su terreno.
Pronto se puso
manos a la obra, el terreno no quedaba cerca de Zaragoza, de modo que tampoco
podía regresar a diario a su casa, sino que debía quedarse en la mina. Contrató otros dos ayudantes y con ellos
construyó una chabola con tablas de madera para dormir allí y un pequeño cobertizo
para usar como cocina.
Después tuvo
que ocuparse de comprar todo lo necesario para iniciar los trabajos, se
desplazó a Segovia, el centro de la minería de oro, y en un almacén compró las
herramientas necesarias, empezando por un generador eléctrico, un detector de
metales, picos, palas, un martillo neumático para taladrar la roca, un molino
para moler la roca y mercurio para separar el oro. Lo compró a pagar en doce
plazos. De momento era lo necesario para
buscar una veta, aunque el método era artesanal y lento, lo que sólo permitía
la minería a pequeña escala. Pero ya era algo para empezar.
Carlos empezó
su búsqueda del oro. La experiencia adquirida y algo de intuición podían ser un
aceptable argumento para señalar los lugares donde hacer las catas, pero sin
duda un detector de metales, que podía detectar oro a un metro de profundidad,
sería de gran apoyo en la búsqueda.
Después de más
de un mes haciendo exploraciones en diversos puntos, Carlos escogió un lugar
para empezar a excavar. Fuera intuición
o simplemente suerte, no se equivocó. En
las rocas apareció el oro. Siguieron
excavando hasta que no hubo duda: había
dado con una veta de oro.
Lo primero que
hizo Carlos fue celebrarlo con su familia.
Lo celebraron a lo grande, aquel golpe de fortuna significaba que iba a
cambiar sus vidas para siempre.
Luego contrató
más gente y compró más herramientas, y,
con lo que pronto iba a ganar, fue a Medellín y se compró un todoterreno pick
up Toyota.
La mina fue
dando sus frutos, aunque despacio, los métodos de extracción eran manuales,
como mayor ayuda usaban pólvora negra para hacer voladuras. En realidad toda la infraestructura para la
extracción del oro era artesanal, aunque también era cierto que podía decirse
que Carlos se había convertido en un pequeño empresario minero.
A la alegría y
entusiasmo inicial cuando dio con la veta, siguió el positivo resultado de
sacar oro, Carlos se estaba enriqueciendo, auqnue se dio cuenta que muy
despacio, demasiado para las verdaderas posibilidades que tenía la mina. Tardó poco en convencerse que con un método
más profesional, con gente más experta, buenas máquinas y una mejor
infraestructura, podían sacar mucho más oro.
Con esa idea,
se asoció con alguien conocido suyo, también empresario minero, pero con más
potencial, para que aportara el capital y experiencia indispensables. Juntos
podrían realizar la extracción con técnicas más modernas y profesionales.
Fue necesaria
una importante inversión, pero muy pronto empezó a dar sus resultados, en tan
sólo unos días la mina empezó a dar un rendimiento varias veces mayor.
La mina quedó
en manos de un director, de modo que poco después de asociarse, Carlos dejó de
trabajar en la mina y por fin pudo quedarse a vivir en Zaragoza con su familia,
ya no tenía ninguna necesidad de estar en el monte. Además colocó a su hijo mayor, que ya contaba
con veinte años, como supervisor en su lugar.
Por supuesto no dejó de ir por completo, todas las semanas se desplazaba
a la mina para ver como iban los trabajos de extracción del mineral.
En Zaragoza
vivían felices, no les hacía falta de nada.
Empezaron a proyectar una nueva casa más grande y mejor. Por otra parte Carlos llevó a su mujer y su
hija de vacaciones a Cartagena, a las playas de Santa Marta, también
fueron más una vez de compras a Medellín.
Quizá esta nueva vida con muchas más posibilidades, hizo que Zaragoza se les
quedara pequeña, sobre todo a Nely, a quien cada vez le gustaba menos vivir en
el pueblo. Aunque ella pronto empezaría
a estudiar en la universidad y tendría que desplazarse a Medellín, cosa que
estaba deseando desde hacía tiempo.
Como a Brenda
no le gustaba la idea de que su hija estuviera sola viviendo en Medellín,
terminó convenciendo a Carlos para que, en lugar de hacer una nueva casa en
Zaragoza, se compraran una en Medellín y se fueran a vivir allí. La verdad que a él no sentía el mismo
entusiasmo por ese cambio, no le agradaba mucho el hecho de alejarse más de su
mina, Medellín estaba a varias horas de coche.
Sin embargo su mujer y su hija fueron persuadiéndolo con todos sus
argumentos hasta que consiguieron su aprobación.
Se compraron
un bonito y desahogado apartamento en la zona de Laureles, donde vivía la clase
media de Medellín, junto a la avenida Nutibara, donde había cualquier clase de
restaurantes y tiendas. Sobre todo
eligieron Laureles porque era un sector tranquilo y seguro, a poca distancia
del centro.
La vida en
Medellín era completamente distinta, Carlos tuvo que ir adaptándose al estrés de
su nueva vida, sin trabajo o ninguna otra ocupación específica, se le hacía
raro llevar la vida de un jubilado. Por
eso en principio no dejó de ir una vez por semana a la mina. Sus mujeres sin embargo estaban encantadas,
la vida allí era menos dura, menos aburrida, y con dinero, mucho más
interesante. Brenda pronto cambió su
vestuario, empezó a cuidarse más, a usar cremas, ir más frecuentemente a la
peluquería, a relegar su aspecto aldeano para cambiarlo por la apariencia de
señora acomodada. Para Nely el cambio
tal vez fue aún mayor. De ser una chica
de pueblo con escasos medios para divertirse o progresar en su vida, allí tenía a su alcance todos los elementos
para satisfacer sus deseos y triunfar.
Podía ir de compras, estar a la moda, tener los aparatos electrónicos
más modernos, salir a comer con su
familia, a cenar al Mcdonals con sus
nuevas amigas, ir al gimnasio, a la universidad, en fin, adquirir un nuevo
estilo de vida muy distinto al que hasta entonces había llevado.
En la mina
todo iba bien, seguía dando un alto rendimiento, el hijo de Carlos se ocupada a
la perfección de las tareas que le había encomendado su padre, no existía
ningún problema. En la ciudad fue
acostumbrándose a la buena vida que en esos momentos disfrutaba, de hecho ya
solo iba cada quince días a dar una vuelta por la mina y sus mujeres lo estaban
convenciendo que para vivir en la ciudad era mejor comprarse un coche nuevo, y
que dejara su coche todo terreno sólo para ir a visitar la mina. Así que empezaron a mirar qué modelo les
gustaría comprar.
Podía decirse que solamente había una cosa que
ni a Carlos ni a su mujer Brenda les gustaba.
Era algo referente a su hija.
Al poco de
vivir en Medellín, Nely se había inscrito en un gimnasio donde solía acudir
unas tres veces por semana. Eso no era
ningún inconveniente para ellos, el problema surgió cuando se enteraron de que
tenía un novio de allí del gimnasio.
Nely contaba ya 17 años, edad para tener novio, se podía considerar
perfectamente normal que lo tuviera.
Pero Medellín no era como su pueblo, allí había que tener más cuidado
con las amistades, con las relaciones, por eso el problema real fue cuando se
enteraron de quién era el novio y no les gustó.
Se trataba de su monitor en el gimnasio.
Nely no les
había contado nada, pero Carlos hizo averiguaciones y supo que el monitor tenía
29 años, demasiado mayor para ella, y eso no era lo peor, además estaba casado.
Después de
hablarlo con Brenda, tomó la decisión de conocerlo personalmente y hablar con
él, saber cuáles eran sus intenciones y poner en su conocimiento que tanto él
como la madre de Nely no aprobaban era relación, menos aún teniendo en cuenta
que él era un hombre casado. El monitor
se limitó a decir que estaba enamorado de su hija, que los dos estaban
enamorados y por eso habían echado eso para adelante. Respecto a su mujer, le dijo que pronto iban a
divorciarse y entonces ya no habría ningún impedimento.
Pese a las
explicaciones que le dio, Carlos y Brenda seguían igual de descontentos con esa
relación. El tipo no les gustaba para su
hija y no se cansaron de aconsejarla, de repetirle que ese hombre no le convenía,
que se buscara un muchacho de su edad, alguien de la universidad, alguien que
fuera como ella y no tuviera compromisos.
Aún les disgustó más cuando les confesó que le había contado que su papá
tenía una mina de oro y que la mina daba mucho.
Intentaron
hacerle entender que seguramente ese hombre estaba más interesado en el dinero
que en ella, que seguramente era por eso que la había seducido.
Nely respondía
que su novio la quería, que estaba muy enamorado de ella y le había prometido
que se iba a divorciar de su mujer en cuanto pudiera, que de hecho ya lo había
hablado con ella y estaba esperando el momento para a empezar los trámites del
divorcio.
Como Nely aún
era menor, trataron de imponerle su decisión de que dejara al monitor del
gimnasio bajo amenazas de castigarla, sin embargo ella no hizo ningún caso,
seguía repitiendo que él estaba enamorado de ella, que la quería, y si ellos se
oponían, en cuanto fuera mayor de edad se iría a vivir con él. Lo que más temían sus padres es que él la
dejara embarazada.
Poco podían
imaginar que ese problema pronto iba a quedar absorbido por uno mucho mayor.
Carlos se
encontraba en Zaragoza, ese día había ido a visitar la mina y pensaba quedarse
a dormir en la casa que tenían allí. A
última hora de la tarde recibió la llamada de su hija. Había regresado a la casa y su mamá aún no
había llegado, no sabía donde estaba, pero lo que le preocupaba más es que no
le cogiera el celular. Carlos recordó
que él la había llamado antes del mediodía después de llegar a Zaragoza y había
hablado con ella. Entonces todo estaba
normal.
Carlos volvió
a llamar a su mujer, a él tampoco le cogía el celular. Se preocupó,
algo le había ocurrido, pensó.
Cambió de
decisión, sin esperar más, salió de su casa y subió al coche para ir a Medellín
sin perder tiempo. Por delante tenía más
de cuatro horas de conducción por malas carreteras. Antes de partir, volvió a llamar a su hija
para que entretanto ella llamara a los hospitales de Medellín por si pudieran
darle alguna información.
Cuando Carlos
llegó a su casa, a las once de la noche, seguían sin tener noticias de Brenda.
Empezaron a
pensar qué podía haberle ocurrido, en los hospitales no tenían constancia de
ningún ingreso de una persona con su nombre, Carlos descartó que su mujer estuviera
teniendo una aventura con otro hombre aprovechando su viaje a la mina, tampoco
había ninguna razón para haber desaparecido y menos para no contestar al
teléfono. Empezó a pensar que tal vez
alguien le había dado burundanga, una sustancia que actuaba como una potente
droga y que era muy conocida en Colombia por el uso que le daban los
delincuentes para robar a sus víctimas, a veces para violarlas. Todo el mundo
lo sabía y muchos temían que no fueran a echarle en el vaso de bebida o a
soplarle en forma de polvo delante de las narices. Con eso conseguían inhibir la voluntad de sus
víctimas y hacían con ellas lo que querían.
Después, cuando las víctimas aparecían uno o dos días más tarde en algún
lugar, nunca recordaban qué les había pasado, no recordaban nada.
Pensó en
llamar a la policía para denunciar su desaparición, pero las denuncias no se
tomaban en cuenta hasta pasadas 24 horas. Carlos no sabía qué hacer, donde
acudir o a quién llamar.
La ansiedad se
había apoderado de él. Sobre las once y
media de la noche, cuando ya le cundía la desesperación, sonó su teléfono. Al ver la pantalla del celular, se levantó de
un salto de la silla donde estaba sentado: le estaba llamando Brenda.
-¡Hola amor!,
¿estás bien? –preguntó directamente al contestar la llamada..
La alegría
inicial de ver que la llamada procedía del teléfono de Brenda, se convirtió en
temor al escuchar que quien respondía no era ella, sino la voz de un hombre.
-¿Es usted el
esposo de la señora Brenda?.
-Sí, yo soy.
-Entonces
escúcheme bien: su esposa está
secuestrada.
Carlos se
llevó un gran sobresalto al oír que su esposa había sido secuestrada.
-¿Quién es
usted?, ¿dónde está mi esposa?.
-Espere,
espere, aquí las preguntas las hago yo.
Escúcheme lo que le digo. No
espere a su esposa, y a menos que quiera ponerla en peligro, no llame a la
policía.
-¡Oiga, dígame
si mi esposa está bien!.
-Por ahora
ella está bien. Pero en el futuro va a
depender de usted lo que le pase a ella.
De momento ni se le ocurra llamar a la policía, a la mínima sospecha no
verá más a su esposa. ¿Lo entiende?.
-Si, si -respondió
Carlos con la voz temblorosa-. Pero ¿qué
quieren?.
-Eso ya se lo
diremos, por ahora no se mueva de la casa ni llame a nadie, sepa que le
vigilamos. Recuerde bien, nadie debe
saber que su esposa está secuestrada.
-¿Y por qué
tengo qué creerle?, ¿qué pruebas tengo de que me dice la verdad?.
-Le estoy
llamando con su propio celular.
-Eso no es
suficiente, quiero escucharla, hablar con ella.
El
secuestrador pareció dudar un instante.
-Esta bien,
espere un momento.
El
secuestrador tenía a su rehén tirada en el suelo atada de pies y manos,
amordazada en la boca con cinta de sellar embalajes. A través del celular, Matías pudo escuchar
como decía:
-¡Eh, mamita!,
dígale algo a su esposo.
En cuanto le
quitó la cinta adhesiva de la boca, ella empezó a gritar entre sollozos el
nombre de su esposo y de su hija.
Entonces se cortó la comunicación.
Carlos se
hundió. Se abrazaron con su hija y ambos
lloraron amargamente. Sabía muy bien que
en Colombia sucedían muchos secuestros, pero nunca pensó que esa desgracia
podía tocarle a él.
-¿Qué vamos a
hacer, papito?- le preguntó Nely entre sollozos.
-No lo sé mi
hija, no lo sé.
Los dos
estaban completamente abatidos. La
primera duda era si llamar o no a la policía.
Sabía que si llamada podía poner en riesgo la vida de Brenda, pero si no
lo hacía, estaban a merced de los secuestradores, de lo que ellos quisieran
hacerle. Era una decisión muy
difícil. Imaginaba que la habían
secuestrado para pedirle un rescate, aunque por el momento no habían mencionado
nada de eso. Él lo que quería era
rescatarla cuanto antes, con la mayor seguridad, sin ponerla en peligro.
Por otra parte
estaba la familia de Brenda, en Zaragoza tenía a su madre, dos hermanas y un
hermano. No sabía si debía llamarles o esperar a ver cómo se desarrollaban los
acontecimientos.
Carlos tenía
miedo, mucho miedo de lo que pudiera pasarle a su esposa.
Acordaron con
su hija no hacer nada hasta el día siguiente, esperar a ver cuáles eran las
exigencias de los secuestradores, no se le ocurría otra posibilidad que no
fuera pedirle dinero, pero pensó que sería mejor esperar a conocer su petición
antes de hacer nada o llamar a la policía para poner en su conocimiento la
situación. Ya tarde, se retiraron cada
uno a su habitación a descansar.
Carlos no
podía dormir. No dejaba de darle vueltas
a la cabeza, no entendía por qué les había pasado eso a ellos. Al no ser en zona rural, los secuestradores
no podían ser un grupo armado, como las guerrillas de las FARC, la guerrilla
del ELN o los paramilitares. Al haberla
secuestrado en Medellín tenían que ser delincuentes comunes.
Dando por
seguro que se trataba de eso, de simples delincuentes pero no por eso menos
peligrosos, se preguntaba cómo podía haberles sucedido eso, ellos llevaban una
vida normal, vivían en una casa normal, sin ostentación de bienes, en un
edificio donde todos los vecinos eran de clase media, licenciados,
profesionales, comerciantes. ¿Cómo
podían saber los secuestradores que podían obtener dinero de ese
secuestro?. Él se relacionaba poco con
la gente de allí, le conocían pocos, de vez en cuando se iba a un bar cercano a
su casa a tomar unas cervezas mientras veía con los demás clientes un partido
de futbol, pero nunca solía hablar de su vida personal. Por otra parte, tenía algunos familiares,
primos, que vivían en Medellín, pero tan apenas se relacionaba con ellos. Desde
luego ellos si estaban enterados que su mina estaba dando un buen rendimiento
con el oro, pero ni siquiera sabían exactamente donde vivía.
Sacando
conclusiones, se dio cuenta que donde si le conocían, donde sí sabían que tenía
una mina de oro, era en Zaragoza. Allí había
mucha que gente lo sabía. Empezó a ver
sospechoso que la hubieran secuestrado justo el día en que él estaba allá en
Zaragoza. No es que pensara que alguien
de allí la había secuestrado, sino que alguien, por dinero, había informado a
los delincuentes, había dado el chivatazo.
Eso era muy común en los secuestros de Colombia, había gente que
informaba a los delincuentes a cambio de recibir plata, dinero por ello. ¿Era casualidad que la hubieran secuestrado
ese día?. El informador, si estaba en
Zaragoza y le había visto en el pueblo, podía haber dado esa información para
que los delincuentes actuaran.
Luego estuvo
pensando en qué clase de gente serían los secuestradores. ¿Serían profesionales
del hampa?, ¿se dedicarían a eso?, ¿qué clase de criminales la habían
secuestrado?. Por la voz sabía que no
era un muchacho quien le habló, era una persona adulta, con lo cual debía saber
lo que se hacía. Le extrañó que el secuestrador no camuflara o distorsionara la
voz, creyó que hablaba con su propia voz, sin disfrazarla. No sabía si era porque no tenía experiencia o
porque no le importaba, y si no le importaba, eso le ponía más nervioso.
El hecho de
que Brenda hubiera hablado significaba que estaba consciente, que no le habían
dado burundanga. En ese caso, a menos
que los secuestradores ocultaran su rostro, Brenda podría reconocerlos. Esa posibilidad tampoco le gustaba nada.
También se
preguntaba repetidamente dónde debían tener a Brenda. ¿Estaría en Medellín o la habrían llevado
fuera de la ciudad, a algún lugar apartado y solitario?. Hubiera dado cualquier cosa por saberlo e ir
él mismo en ese preciso instante a rescatarla.
Carlos estaba
con demasiada ansiedad para poder dormir, demasiadas preguntas sin respuesta,
demasiadas conjeturas en el aire, demasiado temor.
Brenda se
encontraba dentro de la ciudad, en uno de los barrios suburbiales de Medellín,
maniatada en una casita un poco retirada, sin vecinos cercanos. Se encontraba
en una ladera y había que acceder a ella por un sendero de tierra. En la noche, sin alumbrado público, se
encontraba rodeada de la más absoluta oscuridad.
El secuestrador
se encontraba en la casita junto a ella, no eran varios, como había supuesto
Carlos, sino sólo uno. Había esperado a
que se hiciera de noche para llevarla allí.
Después de hacer la llamada con el teléfono de Brenda, lo había
desconectado. Por supuesto le había
vuelto a sellar la boca con la cinta adhesiva para que no gritara. Desde que habían llegado le dio bastante
trabajo, no quería permanecer quieta y en silencio, pese a que tan apenas podía
moverse en el suelo y no podía hablar.
Al final Brenda se rindió y echó a llorar. En la parte posterior de su falda también
había una mancha húmeda, el miedo le había hecho orinarse. La casa sólo tenía una pieza, de modo que había
escuchado perfectamente la conversación que tuvo el secuestrador con su esposo,
ahora sabía lo que pretendía. Aunque
desconocía cuáles eran sus intenciones con ella, y eso la aterraba.
La casa sólo
disponía de una ventana y tenía las cortinas echadas, dentro el secuestrador
había encendido una luz de vela. Se
encontraban en penumbra, la luz era muy débil, pero suficiente para que Brenda
pudiera ver el rostro descubierto de su secuestrador. Él no había hecho nada por ocultarse de ella.
El hombre
conectó su teléfono y al poco tiempo empezó a sonar.
-Hola mi amor
–respondió.
-¿Dónde
estás?, ¿Por qué no has vuelto a casa todavía? –inquirió su mujer con claras
muestras de enojo en su voz.
-Iba a llamarte
ahora, hoy no voy a poder ir a casa.
-¿Estás con
otra mujer?.
-No, no es
eso, pero ahora no puedo contarte. No te preocupes. Simplemente es que estoy fuera de Medellín,
tengo un asunto entre manos, un asunto que nos puede dar una buena platica.
-¿Crees que me
engañas?. Tú estás con otra.
-Que no
amorcito, yo sólo te quiero a ti, no tengo ninguna otra mujer.
Terminó
diciéndole que no lo volviera a llamar, que ya la llamaría él cuando fuera el
momento. Y a continuación volvió a
desconectar el teléfono.
Tenía toda la
noche por delante para repasar el plan que tenía en mente, le seguía dando
vueltas a la cantidad que iba a pedirle como rescate, no debía ser demasiado
alta, por un lado para que el esposo pudiera reunir el dinero en seguida, y por
otro para que no tuviera dudas de entregarlo.
Pero tampoco podía ser una cifra baja, el riesgo para él era el mismo,
debía ser lo suficientemente buena como para poder vivir sin estrecheces una
buena temporada, viajar, cambiar su coche viejo por uno nuevo.
Ni Carlos ni
Nely habían conseguido dormir esa noche.
Carlos se debatía entre llamar a la policía o esperar a saber qué es lo
que pedía el secuestrador.
Nely debía
asistir a sus clases en la universidad, pero llamó para decir que se encontraba
indispuesta. Intentaron desayunar algo, sin
embargo la comida no les pasaba por la garganta. Ambos esperaban con ansiedad una llamada del
secuestrador.
A las ocho de
la mañana sonó el celular de Carlos.
Provenía del teléfono de Brenda.
-¿Aló?
-Buenos días
patrón. Me va a escuchar bien lo que le
diga. Primero que todo, ¿ha llamado a la
policía?.
-No, no he
llamado, nadie sabe nada.
-Mejor así. Sabe que si lo hace no volverá a ver más a su
esposa. Eso rompería de inmediato el
trato nuestro. Porque nosotros vamos a
hacer un trato, patrón.
-¿Qué es lo
que quiere?.
-Antes quiero
decirle que sabré si se pone en contacto con la policía. Recuerde bien que si quiere tener de vuelta a
casa a su mujer, debe obedecer todas mis instrucciones.
-Si, lo haré.
-Entonces
nuestro trato va a ser como sigue: usted me va a entregar la cantidad de
doscientos cincuenta millones de pesos, y yo le devolveré a su mujer.
Al oírlo,
Carlos se estremeció, no esperaba que fuera a pedirle tanto, unos ciento
catorce mil euros.
-Eso es
demasiada plata, no tengo esa cantidad.
-No me venga
con esas, conozco muy bien cuáles son sus rentas y sé que usted tiene ese
capital. Una mina de oro es un buen
negocio.
-Créame, no
dispongo de esa plata, tan apenas terminamos de amortizar la inversión.
Carlos no le
mentía, era cierto que la mina iba muy bien, obtenían una buena producción de
oro, pero los beneficios se repartían para dos socios y la inversión realizada
había sido muy alta, además había tenido otros gastos importantes, como la
compra del apartamento.
-Yo se que
usted tiene la plata que le pido. Pero
depende si quiere o no quiere volver a ver a su mujer.
-Le juro que
es verdad –dijo casi implorando Carlos-.
Yo le voy a entregar todo lo que tengo para recuperar a mi esposa, pero
no puedo darle tanto.
-Entonces pida
prestado, seguro que a usted le dan crédito.
Le doy un máximo de dos días para que reúna el dinero, lo quiero en
billetes de cincuenta mil, ¿queda claro?.
-Si, pero
escuche, mañana podría darle alrededor de sesenta millones, el resto de lo que
dispongo está invertido, quizá si me da unos días más podría reunir unos
ochenta.
Al otro lado
se hizo un corto silencio.
-Ya sabe lo
que he dicho, si tiene la plata invertida, venda, recupérela, porque si no me
entrega la cantidad que le pido, consideraré que no quiere hacer el trato.
Piénselo bien, usted tiene la mina y podrá seguir consiguiéndose su dinero con
ella, pero a su mujer ya no volverá a conseguirla nunca más si falta al trato.
Un miedo
profundo recorrió por todo el cuerpo de Carlos después de aquella
conversación. Él estaba dispuesto a
pagar, pero era verdad que en ese momento no tenía todo el dinero que le
pedía. Nely estaba a su lado y lo
escuchó todo, rompió a llorar nada más terminaron de hablar.
-No se
preocupe mi amor –le dijo abrazándola-, traeremos a su mamá a casa.
El
secuestrador volvió a desconectar el teléfono.
Brenda estaba a su lado, había escuchado la conversación, de modo que ya
conocía de cuanto eran las pretensiones de su captor. Ella no se ocupada de la economía, ni de lo
que producía la mina, pero sabía que su marido no tenía el dinero que su secuestrador
le estaba exigiendo. Estaba aterrada.
-Doña, más le
vale que su maridito se consiga la plata –le dijo a Brenda mirándola sentada en
el suelo apoyada contra la pared.
Brenda seguía
atada de pies y manos, con la cinta pegada en su boca. Ella también le miró,
con los ojos llorosos e inyectados de miedo.
Desde que
estaba secuestrada sólo había recibido agua, se la daba a beber con una pajita
en un vaso. Tenía miedo que de quitarle
la cinta se echara a gritar, por eso no le había dado nada de comer todavía.
El
secuestrador le dio la espalda, sacó unas arepas de una bolsa y, pensativo,
empezó a comer una. Pensaba si sería
cierto que realmente no tenía esa cantidad de plata, tal vez se había
equivocado en sus cálculos y le había pedido más de lo que podía pagar. Eso podía ser un problema en sus planes.
Carlos y Nely
convinieron lo que iban a hacer, él iba a ir al banco para ver cuánto dinero
podía reunir, ella se quedaría en casa.
Aunque eso tampoco le daba una completa seguridad, no sabía cómo habían
secuestrado a su mujer, pero era evidente que sabían dónde vivían, que antes
debían haber estado observando sus movimientos.
Por el momento, determinaron no decir nada a nadie del secuestro,
tampoco a la policía, ante todo debían preservar la seguridad de Brenda. Si la prensa llegaba a enterarse y sacaba la
noticia, eso podía poner en peligro la vida de su mujer. Algo era seguro, si la habían secuestrado es
que eran unos criminales.
Carlos se fue
al banco y entró al despacho del director para hablar con él. Le expuso que tenía un problema y necesitaba
con urgencia disponer de todo el dinero que poseía. El director se quedó extrañado. No era normal que un cliente fuera a sacar
todo su dinero de golpe. Revisó su
cuenta y la forma en que tenía depositado su dinero. Le preguntó para qué lo
necesitaba. Carlos le repitió que era
una urgencia, algo imprevisto, y que no podía demorar. El director le dijo que
esa suma no podía entregarse así de inmediato, había que hacer gestiones,
cancelar depósitos, inversiones.
Llevaría un tiempo. Volvió a
preguntarle para qué lo necesitaba. Carlos estaba muy nervioso, le dijo que eso
era asunto suyo. Observando a su
cliente, el director tuvo la sospecha de que algo extraño ocurría.
-Mire don
Carlos, si tiene algún problema, lo mejor es que acuda a la policía. Ellos le pueden ayudar.
Carlos bajó la
cabeza dubitativo. El director se había dado cuenta de su ansiedad, pero no
tenía por qué decirle nada a él, era su dinero y no había por qué darle
explicaciones.
-Debo afrontar
un pago, es una cuestión de vida o muerte –le dijo.
Para el
director se confirmaron sus sospechas de que su cliente estaba forzado a
retirar el dinero por alguna cuestión ajena a su voluntad, presintió que estaba
relacionado con alguna extorsión.
-Don Carlos,
creo que usted tiene algún problema, no le pido que me lo cuente a mi, pero
vaya a la policía y cuénteselo a ellos, deje que ellos le aconsejen y le digan
lo que tiene que hacer. Después vuelva
por el banco, intentaremos hacer todo lo que esté en nuestra mano por ayudarle.
Carlos
reflexionó. Seguramente el director
tenía razón, debía seguir su consejo de acudir a la policía, ellos tenían mucha
experiencia en estos casos y sabrían lo que había que hacer. Tomó la decisión de contárselo a la
policía. De todos modos le dijo al director
que quería tener disponible todo su dinero para dentro de dos días.
Desde el
banco, se dirigió a la comando central de policía del sector Laureles. Dijo que se trataba de un caso importante y
que deseaba hablar con el jefe. Con eso
iba a romper el pacto que había hecho con el secuestrador, incluso el acuerdo
que habían hecho con su hija de no decir nada a nadie. Confiaba en que Dios estuviera con él en esa
decisión que tomaba.
Carlos contó
lo ocurrido. El jefe de policía, con dos
de sus ayudantes y un tercero que redactaba en un ordenador todo lo relatado
por Carlos, escuchó con atención todo el relato. Una vez terminado, le leyeron todo cuanto
había dicho para que confirmara, por último le dieron a firmar la
declaración. Terminado el trámite habitual
en esos casos, el jefe empezó a preguntarle.
-Antes del
secuestro, ¿había tenido alguna amenaza, alguna señal de que se pudiera
producir algo así?.
-No, nada
–respondió.
-¿Tiene algún
enemigo, algún enfrentamiento con alguien?.
-No, ninguno.
No tengo ningún problema con nadie.
-¿Tiene alguna
sospecha de alguien que desee hacerle algún daño?.
-No.
-¿Tiene
deudas?.
-No, si alguna
vez las he tenido quedaron satisfechas.
Actualmente no debo nada a nadie.
El jefe de
policía torció el gesto, en principio parecía no haber razones para que el
móvil del secuestro fuera en venganza de algo, a simple vista la impresión es
que se trataba de un simple secuestro para obtener dinero a cambio.
-Últimamente,
¿ha hablado con desconocidos de su situación económica, de su empresa, de que
es un empresario de minería de oro?
-No, aquí en
Medellín casi nadie sabe a qué me dedico, salvo mi gestor en el banco o donde
hemos comprado las máquinas para la mina.
-Y sus
vecinos, ¿alguno de ellos saben a qué se dedica?
-No, alguno
más próximo sabe que provenimos de Zaragoza, pero nada más. En el edificio los vecinos suelen ser
licenciados, en buena posición y poco
chismosa.
-Supongo que
sus familiares si que están al corriente.
-Si, ellos sí.
-¿Se lleva
bien con ellos?.
-Si, lo normal.
Se puede decir que no solemos hablar o vernos casi nunca.
-¿Hubo alguna
vez que alguno de ellos le pidiera trabajo, dinero prestado, algún favor, que
usted no se lo concedió?.
-No. Bueno, al poco de llegar a Medellín un
sobrino necesitaba algo de dinero para un pequeño negocio y yo se lo presté.
El jefe que lo
interrogaba se pasó la mano por la mejilla pensativo. De momento no veía indicios que pudieran
llevarle a algún lado.
-Lo normal es
que los secuestradores antes de actuar, tengan información sobre su víctima. En este caso usted no es una persona popular,
ni conocida, yo diría que es una persona discreta en su forma de vida, lo cual
hace difícil pensar que los delincuentes se hayan enterado por su propia cuenta
de que usted puede pagar el rescate que le piden por su esposa. Como parece razonable pensar que ellos no le
conocieran, alguien ha tenido que informales.
En estos casos, por lo general, suele ser alguien que conoce a la
víctima, alguien de su entorno. Piénselo
bien, ¿sospecharía de alguien?.
Carlos se tomó
unos momentos antes de contestar.
-No. Ya he dicho que aquí en Medellín nadie conoce
que tengo una mina de oro, ni tampoco si tengo o no tengo plata, hago una vida
normal. Sin embargo en Zaragoza mucha
gente lo sabe, he vivido allí unos cuantos años y casi todo el mundo sabe que
tengo la mina.
A continuación
Carlos le explicó que le parecía sospechoso que hubieran secuestrado a su
esposa justo el día que él estaba en Zaragoza.
¿Podía ser que alguien al verle allí hubiera pasado esa información a
los secuestradores?.
El jefe
admitió esa posibilidad. Era algo para
empezar, pero Zaragoza era un municipio pequeño, por lo tanto los delincuentes
que hubiera allí debían ser también de poca monta. Por otra parte, no era disparatado pensar que
cualquier persona de allá se hubiera puesto en contacto con el hampa de
Medellín para pasar la información a cambio de recibir un dinero fácil.
Para empezar,
el jefe dijo que se pondría en contacto con el jefe de policía de Zaragoza para
que hiciera sus pesquisas acerca de posibles sospechosos, entretanto llegaban
dos hombres que iba a enviar allí para realizar indagaciones. Aseguró que si en informante estaba en
Zaragoza, lo encontrarían.
En el relato
expuesto por Carlos, había un detalle que a los policías allí reunidos les
parecía significativo. El secuestrador
se había puesto en contacto con el celular de la víctima. Eso indicaba claramente que los
secuestradores no eran profesionales. No
podían ser tan estúpidos. Estaba
convencido de que los iban a atrapar, seguro que cometían más errores.
En principio
tenían algo certero por donde empezar, iban a pedir autorización al juez para
pinchar el celular de la esposa de Carlos.
Con el teléfono intervenido, no sólo podían escuchar sus conversaciones si volvía a usarlo para ponerse en contacto,
sino ubicarlos en el lugar donde se encontraban. Suponiendo que el secuestrador cuando llamara
estuviera junto a Brenda, sabrían donde se encontraba retenida.
-No se
preocupe, don Carlos –dijo el jefe de policía para darle ánimos-, a estos tipos los vamos a agarrar.
-No deben
saber que se lo he contado.
-Si, por
supuesto, tomaremos medidas para que esto se mantenga entre usted y nosotros,
para no levantar sospechas de que estamos al corriente de la situación. Ahora atiéndame a las instrucciones que le
voy a dar.
Tanto Carlos
como el jefe de policía, estaban plenamente de acuerdo que era fundamental que
los secuestradores no sospecharan que había acudido a la policía a denunciar el
secuestro. Debían evitar eso porque no sabían cuál podía ser su reacción, y
ante todo debían preservar la seguridad de Brenda.
El jefe le
dijo que iba a asumir el caso bajo su responsabilidad y, junto con el inspector
que iba a encargarse de las investigaciones, expusieron la estrategia a seguir.
Carlos debía aceptar las condiciones impuestas por los secuestradores, pero no
debía hacerlo de inmediato, es decir, tenía que retrasar el acuerdo para darle
tiempo a la policía de encontrar a los secuestradores y estudiar la actuación a
seguir a partir de ese momento. De
manera que debía darles la confianza de que iba a pagar, pero tenía que intentar
negociar una cifra menor. Debía sacarles
excusas creíbles de la imposibilidad de reunir la suma exigida, al menos en tan
poco tiempo. Se trataba de demorar el
trato. Mientras tanto la policía podía
ganar tiempo, evaluar la reacción de ellos, valorar a qué clase de delincuentes
se enfrentaban y saber hasta qué punto podían ponerles presión. De momento lo importante era que creyeran que Carlos estaba dispuesto a pagar,
a hacer el trato con ellos sin decir nada a nadie.
Carlos siguió
allí recibiendo instrucciones hasta que quedó claro la pauta que iban a
seguir. Viendo que se iba a retrasar en
reunirse con su hija Nely, desde allí mismo la llamó para saber cómo estaba y
decirle que no iba a poder ir a comer a casa, que llegaría en la tarde. Tendría que procurarse ella misma algo de
comer sin salir a la calle, le pidió que no saliera de la casa y la mantuviera
bien cerrada.
Nely acató
todo lo que le dijo su padre. Se le
estaban haciendo las horas muy largas, se encontraba profundamente abatida y
con mucho miedo por lo que le pudiera ocurrir a su madre. Sabía que muchos casos de secuestro se habían
resuelto entregando el dinero, le pedía a Dios que esta vez se solucionara así
también, para que su mamá no corriera ningún riesgo.
Se sentía muy
sola, esperando con ansiedad el regreso de su padre y las noticias que tuviera
que darle.
Después del
mediodía sonó su celular. No pensaba
hablar con nadie, pero miró a ver quién era. Era su novio.
Dudó qué
hacer, pero al fin contestó.
¿Aló?.
-Hola amor,
¿Cómo estás? –escuchó al otro lado.
Nely tenía un
nudo en la garganta que le hacía difícil hablar.
-Más o menos
–respondió.
-Bueno, luego
me lo cuentas, hoy en la tarde no trabajo en el gimnasio, ¿qué te parece si nos
vemos?.
Nely no pudo
contenerse y rompió a llorar.
-Pero mi amor,
¿Qué te ocurre?
Nely se
mantuvo unos instantes llorando sin responder.
-Por favor
amor, cuéntame qué te ocurre –insistió él.
-Una desgracia
terrible –dijo por fin sin dejar de llorar.
-¿Y cómo así?,
¿te pasó algo?.
-No, a mi
no. Secuestraron a mi mamá –dijo,
aumentando el llanto.
Se hizo unos
segundos de silencio entre ambos.
-¿Pero es
seguro que la secuestraron?.
-Si, llamaron
los secuestradores, han pedido un rescate.
-Imagino que
tu papá se lo habrá contado a la policía.
-No, no. No
hemos dicho nada. Eso podría poner en peligro a mi mamá si se enteran.
-Entonces,
¿qué piensa hacer tu papá?, ¿va a pagarles?.
-Si, aunque han
pedido mucha plata, creo que no tiene tanta.
Esta mañana ya fue al banco a ver cuánto puede disponer.
-Si, la vida
de tu mamá es lo más importante. Amor,
¿qué puedo hacer yo?
-Nada.
-¿Estas en
casa?, ¿voy para allá para estar contigo?.
-No, no. Mi papá me ha dicho que no hable con nadie,
que no vaya a ninguna parte, debo estar sola aquí.
Verdaderamente
a Nely le habría gustado tener el pecho de su novio a su lado para refugiarse
en él. Hablando había podido desahogarse, pero si hubiera podido tenerlo a su
lado le habría dado más fuerza en esos momentos. Sin embargo era imposible verse, menos allí,
en la casa, sabiendo que sus padres no lo aceptaban.
El
secuestrador había dejado a su víctima bien atada en la casa y pasó buena parte
del día fuera. Únicamente le había dejado un botellín de agua a su lado en el
suelo con una paja y un orificio en la cinta que le cubría la boca para que
pudiera introducir la paja y tomar el agua cuando tuviera sed.
De regreso a
la casa con su víctima, decidió hacer una llamada a su mujer mientras iba
conduciendo. Iba a usar su celular, pero
no debía quedarle mucho crédito y pensó mejor en usar el de la mujer
secuestrada, ella seguro que tenía crédito ilimitado. De modo que conectó el teléfono, en la mañana
la mujer le había dicho cuál era el número pin para conectarse.
-¿Aló?-
-Hola hermosa.
-Óigame,
¿usted recuerda que tiene una mujer y una casa? –preguntó ella con evidentes
muestras de enojo al reconocer la voz de su marido.
-Claro que si,
pero ya le dije que estoy con un asunto importante.
-Usted me
cansa con sus mentiras.
-No le miento,
es un negocio que me cayó en las manos.
-¿Entonces qué
negocio es ese?. Usted anda por allí con
alguna mujer, a mi no me engaña.
-Un negocio
que nos puede dar mucha platica. Ya verá
cuando llegue a casa, le voy a comprar todo lo que se le antoje, nos vamos a ir
a pasear a las mejores playitas y los mejores hoteles. La vamos a pasar muy bien usted y yo.
-Usted es un
huevón, ahora si que no le creo nada.
-Que si
mujer. Espere unos días más y le llevo
billetes pa cubrirla.
-Uy, si es
verdad, eso no puede ser nada legal. A ver si lo llevan preso.
-No se
preocupe, está todo bajo control.
-Dígame, ¿en
qué anda ha metido?.
-Eché la red y
pesqué una buena pieza. El marido de la
pieza es un platudo (en Colombia, hombre con mucho dinero) y me va a pagar mucha platica pa
recuperarla.
-¿Dónde la
tiene?.
-En una casita
de alguien que conozco, no está en Medellín y me dejó la llave pa que se la
cuide.
-Si lo
descubre la policía, lo llevan preso.
-No, el hombre
va a pagar, y después se acabó la historia.
-¿Cómo está
tan seguro de que va a pagar?, ¿y si llamó a la policía y los están buscando?.
-No, no
llamará. Él va a pagar, fíjese que sé que hoy en la mañana estuvo ya en el
banco para preparar la plata.
-Bueno, si es
así. ¿Y qué va a hacer luego con la mujer?.
Cuando vuelva con su marido, si le ha visto el rostro a usted ella lo va
a reconocer. Si la policía lo descubre
va derechito a la cárcel.
-Ya me
encargaré de que no se vaya de la lengua.
No se preocupe mujer, tenga paciencia, que pronto la plata de ese hombre
nos va a venir pa nosotros.
-Entonces, si
está tan seguro, hágale pues. Pero ya
puede traer esa platica a casa cuando venga, si no, ya le digo yo que usted no
entra.
Él echó a
reír.
Terminaron de
hablar y el secuestrador apagó de nuevo el celular.
Carlos llegó a
su casa en la tarde, la policía ya había empezado sus investigaciones, por un
lado iban a rastrear Zaragoza en busca de un posible informador, como era un
lugar pequeño no parecía muy difícil dar con algún sospechoso. Por otro lado, ya habían puesto en marcha el
operativo en Medellín, extendiéndolo a todas las comisarías de la ciudad y con
la consigna de hacerlo con la máxima discreción para que los secuestradores no
tuvieran conocimiento de que el asunto estaba en manos de la policía. Era importante hacerles creer que Carlos iba
a pagar el rescate. El jefe de policía le había dado muchas esperanzas de poder
coger a los secuestradores, tenía la intuición de que no eran profesionales,
sino gente que había visto la oportunidad de sacar mucha plata con esa
actuación. Aunque lo cierto es que había
que tener en cuenta que todos los criminales podían ser muy peligrosos.
La labor que la policía le había encargado era
que la próxima vez que lo llamaran debería aguantar la llamada lo más posible,
intentando negociar el precio a pagar, ofreciéndoles la plata, pero menos. Ellos escucharían la conversación y podrían
aconsejarle. De momento, para no
levantar sospechas por si le tenían vigilado, Carlos regresó sólo a su casa,
pero ya habían convenido una hora para que descendiera al garaje del edificio, abriera la puerta desde dentro y entrara una
unidad de la policía que iría de paisano en un coche camuflado. Además de brindarles protección, les guiarían
los pasos a seguir en el desarrollo de la operación.
Su hija Nely
lo abrazó al verlo entrar en la casa.
Estaba ansiosa por saber noticias.
Carlos la puso al corriente de todo, primero su visita al banco, después
su decisión de ir a la policía, creyendo que era lo más conveniente. Finalmente pensó que con su ayuda podían
solucionar mejor la situación.
-Pero si los
secuestradores se enteran, podrían hacer daño a mamá, podrían matarla –dijo
ella sin esconder el pánico qué sentía.
-No mi hijita,
no te preocupes, los secuestradores no se van a enterar, la policía sabe lo que
se hace. De todos modos nosotros vamos a
pagar ese rescate, lo más importante es tener de vuelta a casa a tu mamá, luego
ya quedará en manos de la policía para atraparlos.
Guardaron
silencio, a ambos se les hacía un nudo en la garganta. Se sentían sin fuerzas por el miedo y la
incertidumbre.
-Espero que no
habrás hablado de esto con nadie, que no llamaste a tus tías de Zaragoza ni a
nadie más.
-No, no, papá.
-¿Recibiste
alguna llamada?
-No, tampoco
–dijo mintiendo.
Sabía que ni a
su padre ni a su madre les gustaba su novio, no lo veían adecuado para
ella. Pero no pudo aguantar la mentira,
terminó confesándolo.
-Si, bueno,
tuve una llamada.
-¿De quién?
-Mi novio.
Carlos arrugó
el entrecejo.
-¿No le habrás
dicho nada?
Ella bajó la
cabeza.
-Se dio cuenta
que estaba mal, me preguntó, no iba decirle nada, pero no pude.
-¿Le dijiste
lo de tu mamá?.
-Si. Lo siento
papá –dijo Nely echando a llorar implorando perdón.
Carlos estaba
enojado con su hija, pero trató de no mostrar demasiado el enfado que sentía.
-Mi vida,
quedamos en que no había que decir a nadie nada de esto, tenemos que velar por
la seguridad de tu mamá.
-Si, papá, lo
sé. Pero no pude aguantarme, quería que
nos viéramos hoy. Entiéndelo, estaba
sola, tenía miedo, necesitaba desahogarme con alguien.
-Esta bien,
esta bien –dijo él para calmarla-, ya está.
En lo sucesivo no vuelvas a hablar con nadie más, no contestes ninguna
llamada. Mejor, apaga el celular.
Ella le
obedeció, cogió su teléfono y lo apagó.
En ese momento
Carlos recibió una llamada en el suyo. Lo miró con avidez. No, no provenía del
teléfono de su esposa.
-¿Aló?.
-¿Don Carlos?.
-Si, yo soy.
-Soy el
inspector que lleva su caso. Tengo noticias para usted. El juez nos dio la autorización para pinchar
el teléfono de su esposa, hemos interceptado una llamada desde ese teléfono que
hizo el secuestrador.
El inspector
hizo una pequeña pausa.
-No se pudo
ubicar con exactitud de qué lugar procedía la llamada, pues el sujeto estaba en
movimiento, creemos que estaba en un carro conduciendo dentro de la ciudad.
Luego apagó el terminal y lo perdimos.
Pero ahora sabemos cosas interesantes.
-Dígame, ¿qué
es lo que saben? –preguntó Carlos con ansiedad.
-Sabemos que
está casado, al menos que vive con una mujer.
Tenemos el número al que realizó la llamada, pero ese número es de
prepago, no está a ningún nombre.
Ubicamos al terminal que recibió la llamada, en ese momento se
encontraba junto al metro de Acevedo, no sabemos si iba a tomarlo o acababa de
descender de él, pero suponemos que el secuestrador pueda vivir en esa zona con
su mujer.
El inspector
se tomó otro pequeño respiro.
-Tenemos otro
dato importante. Creemos que el
secuestrador actúa solo.
-¿Cómo lo saben?.
-Eso parece
después de escuchar la conversación que mantuvo con su mujer. Siempre se refirió en primera persona como
responsable, no mencionó a nadie más ni se deduce por lo que dijo que tenga
otros compinches. Estamos seguros que es
un tipo que actúa en solitario.
-¿Qué van a
hacer ahora?.
-Sabemos que
se encuentra en algún lugar de Medellín, que él es el único que debe vigilar a
su esposa, que si sale a la ciudad debe dejarla sola en el lugar donde la tiene
retenida, a la mujer con la que habló le contó que tenía a su víctima en una
casita de un conocido que estaba ausente de la ciudad. Intuimos que pueda encontrarse en algún
barrio de los cerros que rodean Medellín, quizá en Santo Domingo, aunque el
terminal por el que hablaba se localizó en torno al estadio, muy cerca de
Laureles. De momento vamos a estar
alerta a la próxima llamada que haga, si la hace desde el lugar donde tiene a
su mujer retenida, es nuestro. Y si hace
la llamada en otra parte, circulando en un carro, esperemos que tengamos el
tiempo suficiente para localizar el punto exacto donde está y mandar la
patrulla más cercana en su busca. Entre
tanto vamos a seguir con las investigaciones intentando cerrar el círculo para
dar con la identidad del tipo. Algo
importante a nuestro favor, es que no parece que tenga la menor sospecha de que
nosotros estamos buscándole. Por lo que
manifestó en la conversación, está seguro que usted va a pagar el rescate. Tenemos que seguir haciéndole creer que es
así, que usted va a pagar, que es un asunto a arreglar entre los dos, sin la
policía. Sólo es una cuestión de tiempo
que demos con él, por eso cada vez que lo llame debe aguantar lo más posible la
llamada.
Carlos
asentía, por lo que le decía el inspector, era un buen avance, sólo quedaba poder
localizar al tipo. Si verdaderamente
actuaba solo debería ser más fácil atraparlo, aunque si la policía lo descubría
mientras tenía a su esposa en su poder, quién sabe cuál podía ser su reacción. No sabían a qué clase de criminal se
enfrentaban, le comentó al inspector. Él
lo tranquilizó, le dijo que actuarían con cautela y siempre anteponiendo la
seguridad de su esposa. Le aseguró que
lo iban a atrapar, que iban a liberar a Brenda, sólo era cuestión de
tiempo. Claro que evitó mencionar un
detalle importante de la conversación interceptada, omitió comentar que el
secuestrador le había dicho a su mujer que ya se encargaría él de que su
víctima no se fuera de la lengua. Eso
tenía pocas interpretaciones, en cualquier caso, era un mal augurio en si mismo.
El
secuestrador puso rumbo a la casita donde tenía retenida a Brenda. En el camino se detuvo en una tienda
autoservicio a comprar algunas provisiones, al lado había un sitio de
hamburguesas y platos combinados, aprovechó para cenar y tomarse un par de
cervezas. Mientras cenó repasó en su
cabeza cómo estaba la situación. Los
vecinos de la casa donde tenía a su rehén sabían que él estaba allí, tener el
coche aparcado a unos cuantos metros en un lugar donde nadie lo tenía, era una
evidencia, aunque seguramente ya lo habrían visto antes, cuando el dueño de la
casa estaba fuera de la ciudad ya había llevado allí a alguna mujer. Creía que no lo habían visto llegar con su
víctima, lo había hecho de noche para aprovechar la oscuridad que reinaba allí,
pero en todo caso si alguno lo vio debió pensar que debía ser otra de las
mujeres que se llevaba para pasar la noche con ella. Por otro lado, para justificar su ausencia en el trabajo,
por la mañana había llamado para decir que se encontraba enfermo. Con su mujer tampoco había problema, le tuvo
que contar el asunto que le obligaba a estar fuera, ella no sólo le había creído, sino que le
daba su conformidad si a cambio de vuelta le llevaba la plata que le había
prometido. Y lo más importante, el
esposo estaba dispuesto a pagar. Había
que ver si pagaba todo lo que le había pedido, pero lo esencial es que pronto
tendría en sus manos mucho dinero.
Todo parecía
ir bien. Sólo había un cabo suelto que aún
no tenía resuelto y que su mujer le había recordado. Si todo iba conforme lo previsto y el esposo
pagaba, la sacaría de la casa y la depositaría en algún lugar después de estar
seguro que la policía estaba fuera de la operación. Sería difícil que volvieran a verse las caras,
pero su mujer tenía razón, ella le había visto, lo conocía, podía reconocerlo
si más adelante la policía investigaba y llegaba a dar con él. Es cierto que aunque la mujer diera su
descripción había miles de hombres como él en Medellín, no tenía nada en
especial que lo identificara. Ella no sabía
dónde estaba y en el momento de abandonar la casa tampoco se iba a dar cuenta,
por lo tanto nunca llegaría a saber dónde estuvo retenida. Pero quien sabe si
por algún detalle que en ese momento se le escapaba, la policía llegaba a
identificarlo. Estaba jodido.
Después de
terminar la cerveza subió al coche. Ya
había anochecido.
Aparcó frente
al sendero que ascendía a la casa, cogió las provisiones y subió. Encontró a Brenda tendida en el suelo tal y
como él la había dejado, atada de pies y manos y amarrada a un gancho que había
clavado en la pared. Tenía mal aspecto,
el botellín de agua estaba vació en el suelo y su falda se había vuelto a
manchar de orines. En el rostro se le
notaba que había estado llorando. Por un momento sintió pena por ella.
Mientras
sacaba las provisiones de las bolsas, le hizo un gesto con una botella de agua
para preguntarle si quería beber. Ella
hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
Desenroscó el tape, le puso una pajita y la acercó a su boca, él mismo
la introdujo en el agujero de la cinta para que absorbiera el agua.
-¿Tiene
hambre, doña? . Si, pues como no –se
contestó él mismo-, lleva todo el día sin comer.
Ella no emitió
el menor gesto. Le dolía el cuerpo y el
alma.
-Mire doña,
todo va bien, su esposo está dispuesto a pagar, me lo ha dicho. Ya fue al banco para preparar la plata, así
que seguramente esta semana todo quede arreglado. Su esposo la tendrá a usted y yo tendré su
dinero. No se preocupe, si su marido y
usted hacen lo que digo, nadie sufrirá daño.
Ella alzó la
vista para mirarlo. En su mirada no había odio, desprecio, rabia o sentimientos
parecidos, sólo había miedo. No sabía
dónde estaba, pero intuía que no habían salido de la ciudad, al estar amarrada
no pudo moverse del suelo, pero durante
el día le había llegado alguna voz, alguien vivía ahí fuera.
-Mire, para
celebrar que todo va por buen camino, le puedo dar algo de comer, no quiero que
luego su esposo me responsabilice de que la hice pasar hambre –dijo
riéndose-. ¿Qué dice?.
Ella
evidentemente no podía decir nada, tenía la boca tapada.
-Si me promete
que va a estar callada, que se va a portar bien, le puedo quitar la cinta de la
boca y desatarle las manos para que pueda comer.
Ella hizo un
gesto asintiendo con la cabeza.
-Pero recuerde
bien, no quiero oír ni el menor ruidito, ni una palabra, usted seguirá muda, de
lo contario me enfadaré mucho y eso no le conviene.
-Ella volvió a
asentir.
El
secuestrador despegó la cinta de la boca.
Brenda sintió un gran alivio, abrió la boca para aspirar profundo, pero
siguió callada.
-Muy bien
doña. Ahora le voy a desatar las manos para
que pueda usarlas, aunque le voy a dejar los pies atados, porque los pies no
los necesita para comer, ¿verdad? –dijo riéndose de nuevo.
Cuando le dio
la comida, Brenda la tomó en sus manos y empezó a comer pausadamente. Tenía el estómago vacío, pero no tenía
hambre. Sentía una extraña sensación
entre dolor y amargura.
Cuando tuvo
suficiente y dejó la comida, su secuestrador le dijo que iba a ponerle de nuevo
la cinta en la boca, y más tarde, antes de dormir, le volvería a atar las
manos.
Brenda sintió
un ataque de angustia, enormes deseos de gritar. No se pudo contener, era su
oportunidad si alguien podía oírla. Estalló pidiendo auxilio a gritos.
Él se abalanzó
sobre ella y la golpeó fuerte en el rostro.
Brenda se encontraba sentada en el suelo, el golpe la hizo doblarse y
caer tendida al suelo. Él siguió dándole
golpes con el pie en la cabeza.
-¿Qué le
dije?, ¡eh!, ¿qué le dije?. Le dije que
estuviera callada, ¡zorra!.
Le dijo
mientras la golpeaba sin piedad, pese a que Brenda ya había perdido el
conocimiento.
La segunda
noche Carlos tan apenas pudo dormir, la inquietud y el temor que sentía no lo
dejaban. A las siete de la mañana ya
estaban reunidos él y su hija en el salón, esa mañana acompañados por dos
policías que habían pasado la noche en la casa.
Carlos tenía previsto volver al banco para hablar de nuevo con el
director, tenía que saber de cuánto era el máximo de dinero que podía disponer
para ese mismo día. Pero antes esperaba
la llamada del secuestrador.
A las nueve
sonó el teléfono de Carlos. Era él, y
volvía a llamar con el celular de Brenda.
Los investigadores que estaban con ellos alzaron los pulgares, era bueno
que siguiera usando ese teléfono.
-Buenos días
patrón, ¿ya reunió la plata que le dije?.
-Ya dejé
instrucciones ayer en el banco para eso, pero es mucho dinero para reunir en un
día. ¿Cómo está mi esposa?.
-Ella está
bien.
-¿Puedo hablar
con ella, aunque sólo sea escuchar su voz?.
-Lo siento,
ahora desde donde le hablo no se puede poner.
-Necesito
saber que está bien.
-No se
preocupe, mientras usted haga lo que le pido, ella seguirá bien. Todo depende
de usted. Cuanto antes pague, antes
podrá verla. Eso sí, manteniéndose
alejado de la policía, si ellos intervienen en esto, no volverá a ver más a su
esposa. ¿Me entiende?.
-Si, entiendo.
-Todavía no me
ha dicho si tiene la plata lista.
-Tengo que
volver al banco, están haciendo todo lo posible para que pueda disponer del
dinero, en principio sólo hay disponible unos sesenta millones, el resto está
invertido, hay que vender, hacer cancelaciones, se trata de varias gestiones
que no son rápidas, llevan su tiempo.
Aún así, ya le dije que no me alcanza tanta plata.
-A mi no me
engaña con esas, patrón. Escuche, le dí
dos días para reunir la plata, hoy ya estamos en el segundo día. Sólo le queda hoy para acabar el plazo que le
dí.
-Oiga, tiene
que entender, la plata no está en mi casa, ni siquiera está en el banco, la
mayor parte está invertida y eso no se recupera en uno o dos días. Si quiere ya la plata, todo lo que puedo
darle son sesenta u ochenta millones, si quiere más, hay que esperar, entienda
que no depende de mi.
El policía que
escuchaba al lado de Carlos le hizo gestos afirmativos con la cabeza.
-Tendrán que
esforzarse más en su banco si usted quiere volver a ver viva a su esposa. Para mañana tiene que tener la plata, no
habrá más plazos.
El policía le
hizo gestos con su mano para que siguiera manteniendo la conversación.
-Por favor,
déme un par de días más. Tanto yo como
el banco estamos haciendo todo lo que hay que hacer.
-Mañana le
volveré a llamar, si no tiene la plata, será la última vez que hablamos
El
secuestrador cortó la llamada y a continuación desconectó el teléfono.
Carlos quedó
con más preocupación de la que ya tenía, el secuestrador no parecía querer
renunciar a un solo centavo de lo que había exigido.
Los policías
recibieron una llamada de su jefe en la central, habían podido ubicar al tipo,
pero lamentablemente no debía estar en el sitio donde retenía a su víctima,
sino circulando en un coche dentro de la ciudad, junto a miles de otros coches
a esas horas. En realidad, no parecía
tan estúpido como creyeron en un principio.
El día
anterior Carlos regresó al banco después de hablar con la policía. Había sido claro con las instrucciones para
ejecutar cuanto fuera necesario y recuperar todo su capital. No podía esperar más para volver de nuevo
allí.
Ahora iría
acompañado por los dos policías que estaban con él. Para prevenir riesgos de ser descubiertos,
establecieron una sencilla estrategia, saldrían por separado del garaje y
entrarían por separado en el banco.
Sentado frente
al director en su despacho del banco, Carlos quiso saber cómo estaba el
resultado de las operaciones para recuperar su dinero. El director le dijo que iba bien, pero quizá
no con la rapidez que él necesitaba.
Siguió haciendo llamadas de teléfono, preguntando a sus gestores,
exigiendo máxima dedicación y prontitud en las gestiones. Lo único que podía asegurarle, es que ese día
no estaría disponible todo su capital.
Por otra parte, aún reuniéndolo todo, sólo podría disponer de unos
ciento cincuenta millones, le faltarían cien para llegar a la cifra exigida.
Carlos le dijo
que lo necesitaba para el día siguiente.
El director se puso a hacer cuentas, a sumar cantidades, para poder
responderle que al día siguiente lo más posible es que sólo pudieran disponer
de unos cien millones. Para llegar a la
totalidad, necesitarían un par de días más.
Carlos no
sabía hasta qué punto el secuestrador sería inflexible con el plazo, aunque
confiaba que por un solo día más podría esperar. Sin embargo seguiría sin tener toda la
cantidad.
Regresaron a
casa con la promesa del director de seguir haciendo todo lo posible, ya sabía que
el dinero era para pagar un secuestro, por lo tanto era un asunto de extrema
importancia.
La policía
proseguía con sus investigaciones, le habían asegurado que darían con él,
entonces esperaba poder tener noticias sobre su localización y captura. En el banco estaban dedicados plenamente en
las gestiones para recuperar el dinero distribuido en diferentes inversiones,
en cuanto todo estuviera listo lo iban a llamar. Y claro, esperaba también la nueva llamada
del secuestrador. Entre tanto le quedaba
mucho tiempo para pensar. Pensaba en su
esposa, en dónde se encontraba, en qué condiciones estaría, si verdaderamente
se encontraba bien. Por otra parte,
existía otra preocupación, aún reuniendo todo el dinero no sería suficiente.
¿Qué hacer?, ¿pedir un préstamo?, ¿hipotecar la mina?, ¿quizá pedirle ayuda a
su socio?. Cuando más tarde lo llamó el
jefe de la policía para que siguiera manteniendo su fe en ellos, Carlos le
trasladó sus inquietudes. El policía le
dijo que eso podían dejarlo para lo último, por un lado primero dar tiempo para
ver si podían atraparlo antes, por otro intentar convencerlo que no había más
plata, confiaba en que podría conformarse con los ciento cincuenta millones
antes que nada. Si aún así ninguna de
las dos cosas daban resultados, se podía pensar como última alternativa en
sacar dinero prestado.
El segundo día
fue también un día muy largo para Carlos, y la noche también lo fue, tan apenas
logró conciliar el sueño unas tres horas.
Se cumplieron las primeras tres noches sin Brenda.
La esperada
llamada del secuestrador llegó a su hora por la mañana. Todos estaban
pendientes, Carlos, Nely y los investigadores de la policía.
-Buenos días
patrón. Espero que hoy tenga buenas noticias, sabe que se le acabó el plazo.
Carlos había
recibido instantes antes una llamada del director del banco para informarle.
-Si, lo sé
–respondió-. Hace poco hablé con el
banco, me han dicho que después de calcular las penalizaciones por cancelar
alguna inversión, todo lo que me va a quedar son como ciento cincuenta
millones. Eso lo puedo tener hoy, me ha
dicho, pero en la tarde.
Se hizo un
breve silencio.
-Sabe que ese
no es el trato, el trato son cien millones más.
-Si, pero no
los tengo, tiene que creerme.
-Usted tiene
una mina de oro, eso rinde mucha plata. No me venga con que no tiene el dinero.
-Es la verdad,
quien le haya dicho que puedo tenerlo le ha informado mal. Es cierto que la mina va bien, pero es
pequeña y tan apenas terminamos de amortizar la inversión, además de otros
gastos personales. No hemos tenido
tiempo suficiente para reunir toda la plata que me está pidiendo.
El
secuestrador se quedó en silencio, dudando si Carlos le decía la verdad o
simplemente trataba de rebajar el precio del rescate. En ese breve intervalo, el investigador que
se encontraba al lado de Carlos y escuchaba la conversación, le hizo un gesto
afirmativo alzando su pulgar.
-Si la mina
rinde bien, entonces saque un préstamo.
Seguro que en el banco se lo van a dar.
-Si, puedo
pedirlo, aunque así necesitaré más tiempo.
-¿Cuánto?
-No lo sé,
pero no creo que lo aprobaran en un día.
Los bancos no dan un crédito con sólo pedirlo.
-¡Entonces
pídalo! –dijo el secuestrador perdiendo la calma- Le doy un día más para que
tenga listo todo el dinero. Si trama
algo, tenga la seguridad que no volverá a ver viva a su esposa.
Acto seguido
el secuestrador cortó la llamada y volvió a desconectar el teléfono.
La policía
seguía sus investigaciones, sin embargo no había conseguido más avances, y lo
más importante, no había podido localizar al secuestrador aún teniendo
intervenido su teléfono. Otra vez había
hablado circulando en su coche por el centro de la ciudad, esta vez en otro
sector. Todas las unidades móviles de la
policía estaban alerta, pero a no ser por un golpe de suerte era muy difícil
descubrirlo.
En el pueblo
de Zaragoza no habían encontrado nada, ni siquiera un posible sospechoso a
quien interrogar, la policía allí no había observado ningún movimiento nuevo o
extraño de nadie. Se centraron pues en
la delincuencia de Medellín, estaban seguros que se trataba de delincuentes
comunes, seguramente con poca experiencia en ese tipo de actos delictivos, si
bien las discretas investigaciones de sus agentes no habían hallado la menor
pista. Ni siquiera sabían cuantos secuestradores podían integrar el grupo, en
principio pensaron que tal vez era solo una persona, aunque resultaba raro que
fuera así, también extrañaba que el
interlocutor se encontrara dando vueltas en la ciudad cada vez que llamaba y
dejara sola a su víctima en el lugar donde la retenía. Tampoco conocían a qué tipo de delincuentes se enfrentaban, lo
peligrosos que podían ser o cuales eran sus verdaderas intenciones. Si no conseguían dar con ellos antes, lo
único que les quedaba era poder atraparlos en el momento de la entrega del
rescate. Algo muy delicado, sobre todo
por la seguridad de la víctima.
El
secuestrador aparcó el coche. Estaba
inquieto, el nerviosismo se agudizaba cada vez.
Miró a su
alrededor, todo estaba tranquilo, había salido del centro y se metió en el
aparcamiento del centro comercial que había en la carrera 65, junto a la
estación de metro Suramericana.
Descendió y se metió en el centro comercial. Su mujer empezaba a impacientarse, ya llevaba
tres días sin volver a su casa. Él le
decía que tuviera un poco de paciencia, su plan era regresar con la plata en
sus manos. También él empezaba a
impacientarse.
Llevaba
consigo los dos teléfonos, ambos los tenía apagados, se preguntó qué hacer con
ellos cuando acabara con eso. Estaba
claro que debía deshacerse del teléfono de su víctima, y por su seguridad creyó
que debería hacer lo mismo con el suyo, al fin y al cabo si todo salía bien
pronto tendría mucho dinero para comprarse un teléfono nuevo y mejor. Incluso le llevaría otro nuevo a su esposa para
que lo sustituyera por el que tenía. No
podía dejar de pensar en todo lo que podría hacer en cuanto tuviera todo el
dinero del rescate.
Al pasar
delante de las tiendas en el centro comercial se fijaba en su interior, veía
multitud de cosas que pronto podría comprar.
Pensaba que si nada se torcía, en breve tendría a su alcance lo que
deseara. Mentalmente hizo un repaso de
cosas que pensaba comprarse. Una de las
prioritarias sería un coche nuevo, no demasiado lujoso, pero uno bueno. En cuanto al trabajo, dudaba si continuaría
en él o lo dejaría, aunque con el dinero que iba a conseguir podría
establecerse por su cuenta, tener su propio negocio.
Si, eso le
encantaría, se dijo para sí mismo. Además,
con plata, sería fácil tener otras mujeres, pensó dejando escapar una ligera
sonrisa.
Sin
resultados, a Carlos el tiempo que pasaba se le hacía más angustioso cada
vez. Las horas en su casa se eternizaban
con la espera.
Había pasado
la cuarta noche.
Tal como había
sucedido los días anteriores, el teléfono volvió a sonar sobre la misma
hora.
-¿Aló?.
-Buenos días
patrón. Ya se le agotó el tiempo extra
que le dí. Espero que tenga la plata.
-Si, si. Ya
dispongo de toda la plata.
-¿Los
doscientos cincuenta?.
-Ya le dije
que todo el capital que podía reunir son ciento cincuenta millones.
-Veo que usted
no se ha tomado en serio lo que le he dicho, patrón. Creo que voy a tener que darle una prueba de
que esto no es un juego, de que esto va muy en serio. Mañana va a recibir algo de su esposa para
recordarle que debe darse más prisa en reunir la plata. ¿Qué le parece un dedo?, ¿o le parece mejor
una oreja?
Carlos se
estremeció.
-¡No, por
favor! –exclamó- ¡No haga eso!
-Usted me va a
obligar.
-Entienda que
no depende de mi, yo ya he recuperado toda la plata que dispongo. Toda
–recalcó-. Pero usted me está pidiendo
más de lo que tengo.
-Ya le dije
que si eso es así, debería haber pedido prestado.
-Ya lo hice.
-¿Entonces?
-Fue ayer en
la tarde, esto no es cuestión de pedirlo y pasar por caja a recoger el dinero. El director no puede concederlo, me dijo que
tendría hoy la respuesta.
-Entonces
podemos decir que la vida de su mujer depende del banco, si le prestan la plata
o no.
-Le puedo dar
hoy mimo los ciento cincuenta millones si quiere.
-Eso no es
suficiente.
-Entonces no
puedo hacer otra cosa que esperar. Por
favor, déme un día más.
-Si el banco
no le presta, no hay solución.
-Si, hay otra
posible solución. Puedo venderle mi
parte de la mina a mi socio. Estoy
seguro que él la compraría.
Se hizo un
breve silencio.
-Voy a creerle
que es así, le voy a dar una oportunidad más, pero para que se esfuerce en
conseguirlo, si mañana cuando le llame todavía no tiene toda la plata, le
mandaré un paquetito de parte de su esposa. ¿Me entiende?.
El
secuestrador no esperó por la respuesta, cortó la llamada y apagó el teléfono.
Carlos quedó
verdaderamente asustado. Lo creía.
Nuevamente
faltó suerte, los investigadores podían ubicar el terminal, el lugar desde
donde estaba realizando la llamada, pero no era un lugar concreto, seguía un
recorrido por diversas calles de la ciudad, es decir, como sucedía otras veces,
debía llamar mientras iba conduciendo su coche. Y el tiempo de la llamada era demasiado corto
para conseguir cercar el terminal en un punto concreto y poder identificarle. Se les estaba escapando otra vez.
El
secuestrador se sentía nervioso, el momento cumbre se acercaba.
Dudaba sobre
la veracidad de que Carlos no dispusiera de más de ciento cincuenta millones, la
información que tenía sobre él era de primera mano. Tenía una mina de oro, era
un hombre rico, para cualquier hombre rico esa cantidad no significaba
mucho. A no ser, claro, que le hubieran
exagerado o mentido.
Dudaba sobre
qué iba a hacer al día siguiente si él le decía que no le prestaban, que no
tenía más plata para darle. ¿Debía conformarse o seguir adelante hasta
conseguirlo todo?.
Desde luego
ciento cincuenta millones no estaba mal, también podía hacer muchas cosas, además
se encontraba impaciente por terminar con eso, creía que cuanto menos tiempo
durase el asunto más fácil de que terminara bien para él, en cambio si se
alargaba, se podía complicar. Pero por
otra parte, si ya se había metido en la mierda del secuestro, si la cosa salía
mal le iba a caer lo mismo por ciento cincuenta que por doscientos cincuenta.
Empezó a
repasar mentalmente lo que tenía organizado.
Si al día siguiente cuando lo llamara no tenía toda la plata, había dos
opciones: o aceptarlo o enviarle como había dicho algo de su esposa, quizá el
dedo donde llevaba puesto un anillo, para que eso le hiciera poner más
empeño. Y si le decía que lo tenía todo,
entonces era el momento de poner en marcha el plan para la entrega del dinero.
Sacó su
teléfono, tenía que llamar a su mujer para calmarla, también ella se encontraba
cada día más impaciente y brava con él, pero ya estaba más cerca el momento de
volver a casa y hacerlo con mucha plata.
Estaba seguro que eso la iba a apaciguar por mucho tiempo. Al encenderlo se dio cuenta que tenía varias
llamadas del lugar donde trabajaba, seguramente su jefe le estaba llamando para
preguntarle cuándo iba a volver al trabajo.
El inspector
encargado de llevar las investigaciones del secuestro, fue en la tarde con su equipo a la casa de Carlos para
reunirse con él. A esas horas el banco
todavía no le había dado respuesta respecto al préstamo.
Tenían que
tomar una determinación. Ninguna de las
averiguaciones había dado el resultado esperado, habían pensado que sería una
presa fácil de atrapar, pero por el momento, después de cinco días, ni siquiera
sabían de quién podía tratarse.
Únicamente conocían su voz y algunos detalles más, pero insuficientes
para llegar hasta él y atraparlo. Les
quedaba la última opción: apresarlo en el momento de la entrega del
dinero. Y en eso precisamente había
decidido el inspector que iban a centrarse a partir de ese momento. A su favor,
aunque sólo aparentemente, tenían que el secuestrador aún no sospechaba que la
policía estuviera detrás del caso, al menos no debía saberlo, aunque
seguramente si tendría desconfianza, era lógico. Parecía ser que actuaba solo, algo extraño,
pero aún así posible, y de ser así eso facilitaría mucho tanto su captura como
el rescate de Brenda.
El inspector
estuvo dando explicaciones a cada uno, en especial a Carlos, de lo que debía
hacer al día siguiente en cuanto recibiera la llamada del secuestrador. Había decidido jugárselo a la carta de la
entrega del dinero. Desde el primer día
no había habido más pruebas de vida de Brenda, no se sabía en qué condiciones
se encontraba y, si después de satisfecho el rescate, cumpliría el secuestrador
con su palabra de devolverla sana y salva.
El inspector sabía bien que la palabra de un criminal no era garantía de
nada. Estaba pues decidido a
actuar. Tuviera o no todo el dinero, le
dijo a Carlos que cuando volviera a llamar le contestara afirmativamente, para
que el secuestrador fijara la hora y lugar del encuentro para hacer la entrega.
Al día
siguiente amaneció el día claro y con sol.
El secuestrador no durmió mucho esa noche, intuía que se acercaba el
momento clave del asunto y eso aumentaba su nerviosismo. Ese día dejó pasar más tiempo antes de llamar
al esposo de su víctima para ver si tenía preparado todo el dinero, esperaba
que ese día fuera el último de la negociación.
Al conectar el
teléfono observó que el nivel de la batería era ya muy bajo.
Hizo la
llamada al igual que otras veces, mientras conducía su coche.
-¿Aló?
–respondió Carlos.
-Buenos días
patrón. Espero que hoy si tenga buenas
noticias que darme. ¿Tiene preparado todo el dinero?.
-Si, lo tengo
todo.
-¿Los
doscientos cincuenta millones, en billetes de cincuenta mil?
-Si, está todo
completo.
-Ve patrón, al
final si uno pone todo el empeño se consigue.
-¿Qué he de
hacer ahora?.
-Ponga toda la
plata completica en una bolsa de viaje, en una hora coja el carro y diríjase al
centro con el dinero, entonces ya le avisaré dónde tiene que ir.
-¿Cuándo me
devolverá a mi esposa?.
-Cuando tenga
el dinero. Usted me entrega la plata y
yo le entrego a su esposa.
-¿Estará con
usted?.
-Si, pero la
verá una vez que yo haya visto el dinero y tenga la seguridad que no me engaña
o me tiende una trampa. Si se le ha
ocurrido llamar a la policía, olvídese de verla viva.
-El trato es
que si yo le entrego el dinero usted me devuelve a mi esposa, en el mismo
momento.
El secuestrador
dejó escapar una risa.
-Patrón, el
que pone las condiciones del trato soy yo, no creo que usted esté en situación
de imponer nada. Su mujer es el seguro
para mí, de manera que mientras yo no tenga la plata en mi poder y la seguridad
de que mi posición es segura, usted no tendrá a su esposa.
-¿Qué
garantías tengo yo de que usted va a cumplir su palabra?.
-Mire patrón,
no tiene ninguna garantía, eso es cierto, pero le aseguro que una vez tengamos
la plata y se compruebe que no llamó a la policía, ya no nos interesa su mujer
para nada.
-Necesito al
menos una prueba de que mi esposa sigue con vida.
-Ella no está
conmigo ahora, tendrá que esperar a que se cumpla el trato.
Para Carlos no
estaba nada claro, salvo que el secuestrador quería protegerse sus
espaldas. Por lo que decía, no iba a
entregarle a su esposa en el momento de recibir el dinero del rescate, sino
después cuando él se sintiera seguro.
El
investigador le hizo señas de que aceptara, que continuara accediendo a las
reglas que imponía el secuestrador.
-¿Cuándo será
el momento en que me entregue a mi esposa?.
-Ya se lo he
dicho, cuando tenga el dinero en mi poder y esté seguro que la policía no está
metida en esto.
-Esta bien, de
acuerdo. Espero que cumpla con su parte
igual que yo cumplo con la mía.
-No se
preocupe patrón, tendrá a su esposa. Recuerde.
Salga en una hora de su casa, después le daré instrucciones.
El inspector
jefe empezó a preparar el operativo. La
bolsa con el dinero estaba lista, luego procedieron a colocarle a Carlos un
chaleco antibalas. El inspector disponía
de varias unidades que tenía que coordinar, pero todavía faltaba saber el punto
donde se haría la entrega. El
secuestrador tomaba sus precauciones, no quería desvelar el sitio hasta el
último momento.
El inspector le
estuvo explicando a Carlos todo lo que iban a hacer. Por supuesto no podían estar con él, pero lo
iban a seguir de cerca con la máxima discreción, nadie podía darse cuenta de
que la policía estaba al acecho.
Justo una hora
más tarde Carlos descendió al garaje con la bolsa de dinero, cogió su coche y
puso dirección al centro en espera de recibir la llamada que le detallara el
lugar de encuentro.
Diez minutos
después de estar en ruta, Carlos volvió a recibir la llamada.
-¿Dónde se
encuentra? –le preguntó el secuestrador.
-Estoy en la
calle 33, a punto de cruzar el río.
-Muy bien,
entonces crúcelo y diríjase hacia el metro Universidad. Aparque lo más cerca posible de allí. Le volveré a llamar.
El inspector
jefe escuchó la conversación. Tenía que
poner al corriente a todos sus hombres de dónde se dirigía Carlos. Lo había citado junto a la zona
universitaria, un lugar muy concurrido por estudiantes. Localizaron de donde provenía la llamada,
pero al igual que las veces anteriores, debía estar conduciendo, pues su
localización se encontraba siguiendo un recorrido en la ciudad. Al menos
pudieron ver que se encontraba cerca del punto donde había citado a Carlos.
Unos veinte
minutos más tarde Carlos encontró un lugar para aparcar. Bajó del coche y empezó a caminar con la
bolsa del dinero hacia la salida del metro Universidad. A punto de llegar su teléfono sonó de nuevo.
-¿Aló?.
-¿Dónde se
encuentra?.
-Estoy junto
al edificio del acuario.
-Siga adelante
hasta llegar al Parque de los Deseos.
Una vez allí vaya directo a los baños públicos que hay en la explanada
junto al edificio del planetario. Métase
dentro. Vaya al baño de hombres, allí
alguien le preguntará: ¿Su esposa se
llama Brenda?. Responda sí y déle la
bolsa con el dinero. A continuación esa
persona se meterá con su bolsa en un baño y comprobará que está todo bien. Espere ahí.
Si está todo correcto esa persona se marchará, pero usted se quedará
allí al menos cinco minutos más sin salir.
¿Lo ha entendido?.
-Sí. Pero lo
convenido es que cuando yo le entregue el dinero, usted me entregue a mi
esposa. ¿Dónde estará ella?.
-Lo convenido
no es cuando entregue el dinero, sino cuando yo lo tenga y esté seguro. Entonces lo volveré a llamar para decirle
donde puede encontrar a su esposa.
-Necesito una
garantía de que usted va a cumplir con su parte del trato.
El
secuestrador no respondió.
-Oiga, ¿Me
oye? –preguntó Carlos con inquietud.
El
secuestrador dejó de oírle. Carlos creyó
que había cortado la conversación, lo que ocurrió sin embargo fue que se agotó
la batería del teléfono.
Carlos estaba
nervioso, con temor, pero no por sí mismo. Pensaba en Brenda, por si algo salía mal en la
operación. Por lo que parecía, no iba a ser la persona con la que hablaba quien
iba a recoger el dinero, eso quería decir que tenía al menos otro
compinche.
Ahora no podía
comunicarse con los investigadores de la policía, imaginaba que estarían cerca,
que ellos podían verle a él, aunque él no veía a nadie.
La policía
localizó la llamada y de inmediato le comunicaron al inspector encargado de la
investigación de donde procedía, había llamado de allí mismo, junto al Parque
de los Deseos.
Eran las doce
del mediodía y a esa hora llegaban muchos estudiantes a ese lugar, el Parque de
los Deseos era un sitio de reposo y esparcimiento, los jóvenes iban allí a
reunirse, hablar, descansar. El edificio
frente del planetario eran todo restaurantes, lugares de comida rápida y
cafeterías. Como era la hora del
almuerzo, se encontraba muy concurrido.
El inspector
ordenó posicionarse a todos sus hombres. Algunas patrullas habían acudido
también a la zona para taponar todas las salidas, pero los investigadores que
trabajaban en el caso se encontraban allí de paisano. Aún así era arriesgado ponerlos en la
explanada o en puntos estratégicos a su alrededor, entre los estudiantes
habrían sido fácil de identificar si alguien estaba vigilando. Tampoco había tiempo para sustituir al
empleado o empleada encargados de limpiar los baños ese día, por uno de sus hombres. Lo más probable además es que el cómplice del
secuestrador estuviera ya dentro de los baños.
El inspector
se preguntaba dónde estaría oculto el secuestrador que había estado
llamando. Podía estar a la salida del
metro, al ser una estación elevada, tenía una pasarela que desde esa altura
podía gozar de una buena vista de toda la explanada, se podían observar
perfectamente todos los movimientos.
Aunque, por otra parte, ese no era un buen lugar para él, desde allí no
tenía salidas, salvo meterse en el metro o bajar las escaleras a la calle. Otra
alternativa sería el edificio de los restaurantes, desde allí se divisaba muy
bien la salida de los baños y podía estar idealmente camuflado entre los demás
clientes que iban en busca de algo para comer o beber. O podía ser cualquiera de los cientos de
personas que iban o venían cruzando de un lado a otro la explanada.
El inspector
dio órdenes a sus hombres de dónde debían colocarse, lo más importante era:
primero no levantar sospechas de que estaban allí, segundo identificar al
secuestrador que iba a recoger el rescate, por último estar atentos a las
órdenes que recibieran y actuar rápido.
Carlos llegó a
la explanada del Parque de los Deseos.
Una vez allí buscó con la vista los baños públicos. Se encontraban cerca de la esquina, próximos
al edificio del planetario. Había una
entrada abierta y unas escaleras que descendían, pues los baños eran
subterráneos. Carlos se armó de valor y
entró.
Al final de
las escaleras había un amplio espacio abierto, a ambos lados se encontraban los
baños, los de mujeres a la derecha, los de hombres a la izquierda.
Cuando Carlos
entró a los baños de hombres observó varias personas en torno a los lavabos,
urinarios y secadores de manos, la mayoría estudiantes de las universidades
próximas. Miró alrededor, pensando quién
podía ser la persona con la que debía encontrarse allí.
-¿Su esposa se
llama Brenda?. -Escuchó que le preguntaba alguien a su lado.
Carlos giró su
cabeza y miró a quién le acababa de preguntar.
Era un muchacho de apenas 18 años, quizá un menor. No esperaba
encontrarse con alguien así.
-Si
–respondió.
-Déme la bolsa
y espere aquí –le ordenó.
-El muchacho,
que también llevaba una mochila, le cogió la bolsa con el dinero y se metió en
uno de los wáteres libres, cerrando la puerta.
A Carlos le
temblaban las piernas. Supuso que antes
de llevárselo entraba allí para verificar que estaba todo y le entró cierto
pánico, finalmente sólo había en la bolsa ciento cincuenta millones. La respuesta del préstamo no había llegado a
tiempo y el inspector dijo que no importaba, ya tenían el cebo y con eso
apresarían la pieza. No era necesario
esperar más. De modo que le había
aconsejado decirle al secuestrador que si, estaba todo el dinero listo. Pero ahora, si ese muchacho contaba el
dinero, se iba a dar cuenta de que no estaba todo.
El muchacho
salió al cabo de unos minutos y le devolvió la bolsa, pero vacía. Había transvasado el dinero de la bolsa a su
mochila. La principal consigna de su
jefe fue que se cerciorara de que era dinero real, en billetes de cincuenta,
pero no que lo contara. Había tanto dinero que si hubiera tenido que
contarlo habría pasado mucho tiempo antes de terminar, pensó asombrado al ver
todos los paquetes de billetes nuevos.
Por un segundo se le pasó la cabeza largarse él con todo el dinero y
desaparecer. Pero había tanto que si lo
encontraban era hombre muerto. A lo que
no pudo resistir la tentación fue a sacar algunos billetes de varios paquetes y
esconderlos dentro de sus zapatillas.
-Ahora yo voy
a salir –le dijo a Carlos-, usted tiene que quedarse aquí cinco minutos. Más tarde le llamarán para decirle lo que
necesita saber.
La policía
estaba alerta a todo el mundo que entraba y salía de los baños.
-Atención,
elemento sospechoso saliendo con una mochila –dijo uno de los hombres apostados
para la vigilancia.
-¿Alguien lo
vio entrar? –preguntó el jefe de la operación.
-Yo no lo he
visto –respondió el que dio la señal de alerta-, debía estar ya dentro cuando
llegamos.
-Seguimos
observando, pero no le quiten el ojo de encima al pelao -dijo el jefe en referencia al muchacho de la
mochila.
El chico
caminó a través de la explanada, miraba a su alrededor, se le veía nervioso.
-¿Qué está
haciendo el pelao? –preguntó el inspector.
-Está llamando
a alguien con su celular –le respondieron.
En ese momento
el jefe recibió la comunicación de uno de sus hombres, lo había enviado dentro
de los baños con la tarea de observar con el máximo sigilo.
-Jefe, el
cómplice es un pelao de diecisiete o dieciocho años que acaba de salir con una
mochila. Ha cambiado el dinero de la
bolsa a su mochila.
El jefe puso
en máxima alerta a sus hombres.
-¿Qué
hacemos? -preguntó alguien.
-Este es un
colaborador, pero no debe ser el pez gordo. Vamos a ver qué hace. Seguramente acaba de
llamar su jefe para decirle que ya tiene el dinero. Dejemos que nos lleve hasta él.
El jefe dio
instrucciones de seguirlo con discreción, pero con la máxima alerta por si se
iba a subir a una moto o un coche. No
podían dejarlo escapar bajo ningún concepto, antes de que llegara a abordar
ningún vehículo, debían echarle el guante.
Los
investigadores sabían de antemano cómo debían actuar, eran una unidad especial
de la policía destinada para los secuestros, de forma que procedieron conforme
tenían predispuesto, siempre bajo la coordinación del jefe.
El chico tomó
la calle Carabobo, siguiendo por ella hasta llegar a la calle 67. Allí torció a la derecha. El jefe puso a sus hombres en máxima alerta,
la calle 67 era una vía rápida de tres carriles por cada lado, había que
acercarse al objetivo no fuera a ser que tuviera la intención de acceder a
algún vehículo que pasara por ahí.
Uno de los
hombres encargados de inspeccionar el perímetro de la zona, informó que en la
calle 67, unos cien metros más delante de la carrera 55, se encontraba un carro
aparcado entre la vía y los árboles que rodeaban el recinto de la Universidad
de Antioquia, un complejo de varias facultades.
El conductor, varón de unos 30 años,
se encontraba sentado dentro del carro.
El muchacho de
la mochila cruzó la carrera 55 y continuó por la calle 67 andando pegado a la
vía por un sendero bajo los árboles, ya que a partir de la esquina con la
carrera 55 no había acera.
El
presentimiento del inspector jefe se cumplió.
El pelao siguió la calle hasta llegar al coche aparcado, se detuvo allí
y se puso a hablar con el conductor del coche.
Instantes antes, viendo lo que se iba a producir, el inspector ya había
dado sus órdenes.
El conductor
había agarrado la mochila del chico y la metió delante junto a él, justo en el
momento en que le estaba dando dinero al chico, dos coches, uno con el
distintivo de la policía y otro camuflado, frenaron en seco en paralelo al
coche aparcado, bloqueándole la salida por delante y por detrás. De inmediato dos hombres uniformados de un
coche y otros dos de paisano del otro salieron apuntando con sus armas a los
dos individuos.
Fue tan rápido
e inesperado que la sorpresa dejó paralizados a los dos sujetos. El chico levantó las manos en señal de
rendirse y los policías ordenaron al otro que saliera fuera del coche con las
manos en alto. Al instante llegaron
varios policías más. El secuestrador no
tuvo ninguna opción.
Abrieron la
mochila y en efecto, allí estaba el dinero.
Habían atrapado al secuestrador.
El inspector jefe felicitó a sus hombres y sin esperar más llamó a
Carlos para darle la buena noticia. Como
estaba a solo unos cinco minutos de allí, le pidió que se acercara hasta el
punto donde habían apresado al secuestrador para ver si lo reconocía.
Tenían al
secuestrador en su poder, pero la operación aún no estaba concluida. Faltaba saber si había más compinches y, lo
más importante, rescatar a Brenda.
Registraron a
los dos sujetos, ninguno llevaba armas, pero requisaron los teléfonos de ambos
y los doscientos mil pesos que había recibido del secuestrador. Cuando registraban al chico, éste, al darse
cuenta del operativo desplegado por la policía, intuyó que se trataba de algo muy
grave y empezó a exculparse clamando asustado que él no sabía nada, que no
tenía nada que ver con eso, que sólo había ido a recoger esa bolsa a cambio de
los doscientos mil pesos que le había dado.
Y para intentar eximirse de su culpa, se sacó las zapatillas y devolvió
los billetes que se había quedado metiéndolos dentro de los calcetines.
En el registro
del coche apareció otra pieza importante: el teléfono de Brenda, una de las
principales pruebas inculpatorias.
Carlos llegó a
paso apresurado hasta ellos. Lo recibió
el inspector tratando de que calmara los nervios, observando la excitación que
traía. Al llevarlo delante del
secuestrador, su reacción fue clara.
-¡Es usted,
hijoeputa! -exclamó.
-¿Lo conoce?
–preguntó el inspector.
-¡Pues claro,
es el novio de mi hija!.
El inspector
se quedó un poco desconcertado.
-¿Cómo dice,
el novio de su hija?.
-Bueno, es el
monitor del gimnasio donde va mi hija, una muchacha de diecisiete años, y
estaban manteniendo una relación los dos, a la que mi esposa y yo nos oponíamos.
Tanto para
Carlos como para el inspector, las cosas empezaban a encajar.
-Entonces
–dijo el inspector dirigiéndose al secuestrador-, usted sonsacó la información
a la hija del señor.
Él no dijo
nada.
-Hermano,
usted se sirvió de una menor para sacarle información y secuestrar a su
madre. Eso aún es peor, agrava el asunto
aún más.
-Yo no le
saqué nada, fue ella quien me decía que su papá tenía una mina de oro y que
rendía mucho.
Tras esa
declaración, se hizo un profundo silencio en el que todos pensaron lo mismo:
sin darse cuenta de lo que hacía, había sido la propia hija quien le procuró la
información al secuestrador.
-¿Cuántos son
ustedes? –preguntó el inspector a continuación.
-No hay nadie
más.
-¿Y este pelao
qué? –dijo el inspector señalando al muchacho que fue a recoger el dinero.
-Él no tiene
nada que ver, como el padre me conocía, no podía ir yo a recoger la plata, por
eso le dije al pelao que alguien tenía que pagarme dinero y le propuse que
fuera él a recogerlo y a cambio le daría doscientos mil pesos.
Podía ser
creíble, pensó el inspector, ahora
faltaba saber lo más importante.
-¿Dónde está
la señora que secuestró? –le preguntó.
Es
secuestrador bajó la cabeza sin responder.
-Mire hermano,
con lo que ha hecho usted lo tiene muy mal, se va a pasar muchos años en la
cárcel. Lo único que puede rebajar su
pena es la colaboración con nosotros. Si
colabora, el juez verá allí un arrepentimiento y eso le servirá de
atenuante. Tenemos pruebas contra usted
demasiado evidentes, como recibir el dinero del rescate o el teléfono de la
esposa con el que hizo las llamadas, que por cierto sepa que lo teníamos
intervenido y registramos sus conversaciones. Ahora dígame, ¿quiere colaborar?.
Seguramente en
la cabeza del secuestrador pasaban muchas cosas, no sabía qué debía hacer.
-Hermano, será
mucho mejor para usted que me diga ahora donde tiene a la señora.
-Está por
Bello.
Bello era un
barrio en un extremo de la ciudad.
-¿Se encuentra
con vida?
El
secuestrador negó con la cabeza. Al ver la respuesta, Carlos dio un grito y
echó a llorar desesperado.
-Usted la mató
–dijo el inspector afirmando más que preguntando.
-Fue por
accidente. Le di de comer y después ella
se puso a gritar, tuve que golpearla para que se callara. Allí debió recibir un mal golpe y murió.
-¿Cuándo fue
eso?.
-El segundo
día, en la noche.
-Y usted, aún
estando muerta, pretendía cobrar el rescate.
Hermano, cada vez lo veo peor.
Tras la
confesión de que Brenda estaba muerta, la euforia de haber apresado al
secuestrador desapareció. Todo el mundo
se sentía consternado de no haberlo podido apresar antes.
El inspector
le pidió que los llevara hasta el lugar donde estaba la señora y el secuestrador
accedió. Volvieron a cambiar el dinero
de la mochila a la bolsa de Carlos y el inspector dio órdenes de que se
llevaran al muchacho al comando para interrogarlo más tarde. A Carlos le dijo
que podía volver a su casa, uno de sus hombres lo acompañaría, no era necesario
ver a su esposa muerta. Carlos sin
embargo insistió en que quería acompañarlos, quería ver a su mujer, aunque
estuviera muerta.
La avenida Regional era una calle de varias
vías que atravesaba transversalmente todo Medellín, muy cerca de donde ellos se
encontraban. Tomaron la avenida y
continuaron sin parar hasta Bello, uno de los últimos barrios de la ciudad. Al llegar allí, el secuestrador tuvo que guiarlos
hasta el lugar. Al lado izquierdo de la
avenida se encontraba el barrio de Bello, al derecho había pocas zonas
urbanizadas y amplios descampados. Los
condujo hasta el lugar donde una vez al mes se hacía una feria de ganado. El sitio estaba sin urbanizar, las casas más
cercanas se encontraban al menos a
quinientos metros. No se veía
nada.
-¿Donde está?
–preguntó el inspector después de bajarse del coche.
-Allá, en
aquella caneca –respondió el secuestrador.
Estaban en un
gran descampado, la caneca a la que se refería el secuestrador era un
contenedor para arrojar basura, posiblemente cuando se organizaban las ferias
de ganado cada mes.
Se aproximaron
a la caneca, al llegar allí se percibía el hedor que salía de ella.
-¿Cuándo la
trajo aquí? –preguntó el inspector.
-Ayer en la
noche.
Miraron
dentro, a la vista sobresalían unas bolsas negras de plástico.
-¿Dónde está,
en las bolsas?.
-Si.
Sacaron las
bolsas y la visión que quedó expuesta fue horrible. Brenda había sido descuartizada y puesta en
bolsas de plástico. Al ver aquello, Carlos se desplomó al suelo desmayado.
El criminal
secuestrador había separado la cabeza y las extremidades del tronco,
descuartizando el cuerpo para meterlo así en las bolsas.
Reanimaron a
Carlos y el inspector lo envió con un par de hombres a su casa.
El inspector y
los hombres que habían quedado con él se encontraban afectados también,
encolerizados con el hombre que había cometido aquel hecho abominable.
-Mire hermano -le
dijo el inspector-, lo que ha hecho con esta mujer es lo más aborrecible que he
visto. Usted no merece vivir, usted
merece la muerte.
En la tarde,
la mujer del secuestrador recibió una llamada en su celular. Miró la pantalla, era de su marido. La había llamado por la mañana y le había
dicho que en la tarde tendrían mucha plata.
Estaba impaciente por tener noticias.
-¿Aló?.
-Hola mi amor.
Ya está hecho el trabajo, la plata va a
ser nuestra.
-Amor, te
escucho mal, hay ruido ahí donde estás.
-Si, ¿pero me
entendiste?.
-Si.
-Escucha amor,
necesito que me hagas un favor. El
esposo ha depositado la plata en un lugar, yo no puedo ir a verificarlo,
necesito que vayas tú y cojas la plata. ¿Me has entendido?.
La mujer
escuchaba la voz de su marido un poco diferente, resultaba un poco difícil con
el ruido que se oía detrás, pero lo había entendido.
-¿Qué tengo
que hacer?.
-Tienes que ir
a Bello. Fuera de la estación del metro,
cruzando el río, verás un gran descampado, es donde hacen la feria de ganado
cada mes, a la derecha hay unos edificios, a la izquierda una pequeña laguna,
dirígete a la laguna, allí al lado hay una caneca, mira dentro, en una bolsa de
plástico negra está el dinero. Cógelo.
La mujer, sin
perder tiempo, siguió las indicaciones que le dijo su marido. Estaba muy excitada con la posibilidad de
tener la plata que le había prometido.
Bajó en la
estación de metro de Bello. A un lado
estaba el barrio, al otro el río y después un descampado, era fácil de
llegar. Fue a pie, no estaba lejos. En poco más de cinco minutos cruzó unas
parcelas y llegó a la avenida Regional, tuvo que buscar un paso para cruzar y
en seguida estuvo en el río. Lo cruzó también
y allí mismo se encontraba el descampado.
Tal como le había dicho su marido, a un lado había una sola calle con unos
edificios, al otro una laguna. Se
encaminó hacia ella.
No tardó en
ver la caneca. Estaba muy excitada en
aquel momento. Miró alrededor suyo, pero
no vio a nadie, estaba sola.
Destapó el
contenedor y allí estaba, una bolsa de plástico negra tal como le dijo su
marido. Tiró de ella para sacarla
fuera. No pudo, pesaba demasiado. Estiró la cabeza para mirar en el interior y
abrió la bolsa para ver. Se quedó
horrorizada. Allí no estaba el dinero,
sino el cuerpo de su marido descuartizado.
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Marco Pascual |