miércoles, 15 de mayo de 2013

Nairobi


Caos en Nairobi

 


Kenia obtuvo su independencia de los ingleses y en el año 1964 se constituyó como república, transformándose en un estado de partido único gobernado por el KANU (Unión Nacional Africana de Kenia), siendo su primer presidente Jomo Kenyatta.  La redistribución de la tierra, la política moderada de Kenyatta y un gobierno prooccidental, permitieron al país una considerable estabilidad política y la llegada de un gran número de inversores extranjeros canalizando el progreso económico. A mediados de los ´70 se estableció una nueva área industrial y financiera, fomentando a la vez la industria del turismo, que basada en las grandes reservas de animales y su fauna salvaje, se expandió con rapidez y en muy poco tiempo se convirtió en la mayor fuente de entrada de divisas del país.  Con el progreso, el centro de Nairobi se convirtió en una de las zonas más modernas del continente africano y todo junto hizo que ya antes de morir el presidente Kenyatta en al año 1.978, se conociera a Nairobi como “La Puerta de África”.

Después de su muerte le sucedió Daniel Arap Moi, igualmente del KANU, quien en principio mantuvo la moderación política, aunque empezaron a surgir voces de descontento, en el reparto de tierras y puestos de poder se había favorecido a los Kikuyu, la etnia mayoritaria del KANU, muchos se sentían discriminados y se empezó a escuchar la demanda de multipartidismo y elecciones.  La respuesta del presidente Moi a esta demanda, fue prohibir en el año 1.982 todos los partidos de la oposición y declarar oficialmente el régimen de partido único.

 
Estación de autobuses en Nairobi

Era octubre de 1.991, la tercera vez que llegaba a Nairobi ese año.  Llegué a última hora de la tarde y no tuve suerte de encontrar habitación en el hotel New Kenya Lodge, había estado dos semanas de viaje en el lago Turkana, al norte del país y muy cerca de la frontera con Etiopía.  Un viaje emocionante y lleno de aventura, especialmente después de averiarse el camión que habíamos alquilado en Nairobi junto con un pequeño grupo de extranjeros y nos quedamos tirados en medio de la nada entre el Rift Valley y el Lago Turkana en tierras de la tribu Samburu, sin posibilidad de continuar o comunicarnos para que acudieran en nuestro rescate, circunstancia que convirtió nuestra desgracia inicial en un golpe de fortuna al darnos la oportunidad de vivir unos días extraordinarios de supervivencia en una zona tremendamente árida y desolada.  Fue como vivir un “Gran Hermano” en medio de la naturaleza salvaje de Kenia.


Centro de Nairobi
 

Pretendía hospedarme en el New Kenia Lodge porque ya había estado allí antes y porque allí estaba mi amigo el pintor Julius Njau, él era de Tanzania, pero llevaba cerca de un año residiendo en ese hotel, bastante viejo y cochambroso, por otra parte, pero muy barato. Tuve que ir al Iqbal, otra leyenda para los viajeros de mochila, que también se encontraba en la misma zona y cerca del New Kenya.  El centro de Nairobi se dividía en dos partes, una, la rica, limpia y ordenada, hacia un lado de la Avenida Moi, la otra, la pobre, sucia y fea, al otro lado de la calle Tom Mboya, paralela a la avenida Moi.  Yo me quedaba en la parte sucia y fea, pero también la más auténtica e interesante.

Después de levantarme me fui al Growers café, servían desayunos decentes lo mismo al estilo inglés que al gusto africano. Tanto para los desayunos como a la hora de la comida, se llenaba de funcionarios y oficinistas perfectamente trajeados, seguramente llegaban de la zona financiera, pero el hecho de que el Growers se hallara junto a la calle Tom Mboya lo hacía más asequible.  Teníamos una mañana soleada y agradable, de allí me fui caminando hasta la terraza del Thorn Tree Café, una calle más allá cruzando la avenida Moi.  Este lugar era muy popular entre los turistas de toda clase, pertenecía al hotel Stanley y su terraza era un sitio típico para el encuentro entre extranjeros. La terraza se hallaba en plena calle, concurrida durante todo el día hasta el oscurecer, y en el centro había un gran árbol que servía de sombrilla para todas las mesas, además, sin teléfonos móviles ni Internet en aquella época, junto al árbol había un panel destinado para colocar los mensajes que desearan los clientes, o información que les pudiera ser interesante.  Allí mismo, pero al mediodía, había quedado con mi amiga Sara, una inglesa que había conocido en el viaje al lago Turkana.  Había pasado dos años de cooperante y antes de su regreso a Inglaterra se regaló el viaje que realizó junto con una amiga que había llegado de su país para acompañarla.

En el Thorn tree café no vi a nadie conocido, de hecho vi muy poca gente, cosa que me extrañó, acostumbrado a verlo siempre lleno.  Así que para ir haciendo tiempo me fui hasta la oficina principal de correos, alejada del centro financiero, en la avenida Halie Selassie, justo una calle antes de llegar a la estación de tren.  Por entonces sólo existía el correo normal y para comunicarse cuando se estaba bastante tiempo fuera, aparte del teléfono, era acudir a la Poste Restante de correos para ver si a uno le había llegado carta.


Nairobi
En el trayecto, aproximadamente de un kilómetro, me pareció una mañana tranquila, algo inusual, y muy agradable.  Tuve suerte, la poste restante me guardaba una carta de España y una postal de un amigo francés que andaba también por África.  Me fui a un viejo banco de madera, me senté en él y sin esperar más las leí ahí mismo.  Después salí fuera y tras cruzar un espacio abierto de unos 20 metros llegué a la avenida Halie Selassie.  De repente me percaté de algo extraño, era una gran avenida con tres carriles en cada dirección, con mucho tráfico, a lo largo de ella había grandes edificios estatales y privados, y en ese momento se encontraba absolutamente vacía de coches.  Algo pasaba.

En las aceras la misma falta de gente y un silencio premonitorio de que algo sucedía o iba a suceder. Pude caminar tranquilamente hasta el centro de la avenida que se hallaba completamente desierta, entonces lo advertí.  A lo lejos, a unos 300 metros o menos, había una turba de gente ocupando toda la avenida.  En ese lugar existía una gran glorieta y en una de sus esquinas se encontraba la embajada americana, me pregunté por un momento si tendría algo que ver.  Me quedé observando y en pocos segundos vi como toda esa gente se acercaba en tropel en mi dirección, haciéndose claramente perceptible el caos y los gritos que proferían.  Algunos llevaban pancartas, lo que me hizo suponer que se trataba de una manifestación, y corrían en desbandada huyendo de la policía.  Cuando ya casi los tenía encima miré donde podía refugiarme, al lado estaba el ministerio de finanzas, un alto y moderno edificio.  Retrocedí sobre mis pasos y me fui directo hasta él con la intención de meterme dentro.  Empujé con fuerza la puerta de cristal, pero ésta no cedió un milímetro, la habían cerrado.  Detrás del cristal observé al conserje parapetado detrás de un mostrador, nos miramos un segundo, suficiente para saber que no iba a venir para abrirme la puerta y salvarme.

No me quedó más remedio que volver a la avenida.  La masa había avanzado y ya los tenía ahí mismo, gritando, corriendo lo mejor que podían, algunos escapando por las calles adyacentes, con miedo en sus caras.  No sé cuánta gente podía haber en la manifestación, quizá dos o tres millares, de lo que si pude percatarme fue del humo que ascendía en el aire y el sonido de disparos.

Eché a correr sin perder un segundo más a la cabeza de los manifestantes, pues me habían alcanzado y ya era uno más de la manifestación.  Seguí recto a lo largo de la avenida como si estuviera haciendo los cien metros lisos, dudando en la carrera si desviarme por alguna calle, aunque al ver camiones de policías que llegaban también por una de ellas para cortar el paso de la gente, decidí seguir corriendo recto hasta el final de la avenida.  En una mirada atrás vi como habían pillado a muchos manifestantes entre dos fuegos y los golpeaban brutalmente.

Centro de Nairobi
Seguí corriendo sin parar hasta llegar al parque Uhuru (Independencia), pues una de sus esquinas conectaba con la avenida, me adentré un poco y me agazapé detrás de unas matas para recuperar el resuello.  Por un momento creí que ya estaba a salvo, pues la manifestación estaba completamente desperdigada, pensé que los policías se habrían quedado en la avenida Haile Selassie y calles cercanas, pero me equivoqué. Algunos manifestantes se habían refugiado igual que yo en el parque, y éstos atrajeron detrás de si a la policía.  Justo a escasos metros de donde yo estaba pillaron a un pobre hombre y a porrazos lo tiraron al suelo sin dejar por eso de golpearle.  Súbitamente uno se dio cuenta que los estaba mirando y ya no esperé más allí, salí corriendo otra vez.  Me di cuenta que no estaba solo, había gente que corría despavorida en cualquier dirección y policías corriendo detrás con sus fusiles en una mano y las porras en alto en la otra.  Aquello parecía una caza de conejos, con la desventaja que el parque estaba casi pelado de árboles o setos y eso favorecía mucho a los cazadores.

 Crucé todo el parque tratando de alejar de mi vista los uniformes de la policía.  A continuación tomé la calle Bishop Road, ascendí por ella y al ver en una esquina un hotel con la puerta abierta me metí dentro sin pensarlo.  Al verme sobresaltado el recepcionista me preguntó qué me pasaba, le dije lo que estaba ocurriendo, que me había visto envuelto en la manifestación y la policía había llegado hasta el parque Uhuru repartiendo leña a diestro y diestro.  Nada más escucharlo, el recepcionista se fue a la puerta de entrada y la cerró.

Permanecí en la recepción del hotel cerca de una hora, en ese tiempo y recapitulando sobre lo sucedido, primero no sabía lo que realmente pasaba, pero algo era evidente, por alguna razón se había organizado una manifestación y la policía antidisturbios había ido para disolverla a base de golpes, disparando balas de goma (al día siguiente me enteraría que también habían disparado balas de verdad) y bombas de humo, y que yo hubiera visto, la violencia sólo había llegado de parte de la policía.

Calle en Nairobi
Por suerte salí ileso de aquella refriega, pero por desgracia tuve que correr en contra de la dirección de mi hotel y me hallaba bastante lejos.  Me sentí a salvo allí, pero deseaba regresar a mi propio hotel, sobre todo deseaba salir a la calle para saber si todo había pasado, a la una del mediodía tenía pendiente una cita.  Decidí arriesgarme y salir a la calle. El recepcionista me abrió la puerta y acto seguido la cerró de nuevo a mis espaldas.  La calle Bishop estaba tranquila, demasiado tranquila.  Caminé despacio, aguzando el oído y la vista, pero ni se oía ni se veía nada.  Todas las puertas a mi paso se encontraban cerradas y eso me hizo sentir desprotegido.  Inevitablemente llegué otra vez al parque Uhuru.  Avancé a su costado izquierdo, pegado a la avenida Kenyatta, la más importante de Nairobi, y que igualmente se encontraba vacía de vehículos.  Se terminó el parque y de repente me encontré en plena glorieta de la avenida Kenyatta, un blanco demasiado visible si pasaba la policía.  La crucé lo más aprisa que pude hasta llegar al primer edificio de la esquina, un rascacielos de oficinas cerrado a cal y canto.  Me oculté tras unos árboles pensando qué podía hacer, era una sensación muy extraña ver la calle más transitada por peatones y vehículos de la ciudad, ahora completamente vacía.  En esas oí el ruido de vehículos e instintivamente traté de ocultarme mejor para no ser visto, eran dos camiones cargados de policías antidisturbios.

Pensé que debía salir de la avenida Kenyatta y continuar por calles más pequeñas para intentar pasar desapercibido, luego opté por atravesar el centro financiero, allí todo eran edificios comerciales, oficinas y tiendas, donde solía moverse la población blanca.  Enfilé dirección a la avenida Haile Selassie y después giré a la izquierda para tomar  la conocida calle Kaunda. Justo en la esquina se hallaba el gran edificio del hotel Intercontinental, un hotel exclusivo para hombres de negocios y turistas ricos. Delante del edificio tenía una extensa área perteneciente al hotel cercada con altos setos y una gran entrada para vehículos, ahora cerrada con una reja metálica. Al pasar delante asomé la nariz, al verme, se acercaron dos guardas uniformados y armados con sendas escopetas, pensando que debía ser cliente del hotel uno se dispuso enseguida a abrir la reja, mientras el otro me hizo la pregunta. Al responder que no era cliente, volvieron a cerrar la reja de inmediato y me animaron para que regresara cuanto antes a mi hotel.

No me quedó más remedio que continuar, haciéndolo pegado a las paredes, de portal en portal, agazapándome en cada esquina antes de cruzar la calle. Todo estaba desierto y silencioso,  las tiendas y oficinas tenían sus persianas metálicas bajadas y en la calle no habían quedado ni las ratas, hasta los guardas privados de seguridad habían desaparecido de la vista.  Tenía la calle entera para mí, pero no me sentía nada cómodo andando por ella.

Torcí a la izquierda con la idea de coger la calle Standard y seguir por ella, era prácticamente lo mismo, sólo que al final torciendo a la izquierda de la calle Kimathi se encontraba la terraza del Thorn Tree, y desde allí podría ver cómo estaba, aunque ya suponía lo que iba a encontrar.  Llegué sin problemas hasta la esquina y, en efecto, cuando apunté la vista, en la terraza no había ni un alma, de hecho no estaban ni las mesas ni las sillas.

 Latema Road, donde se hallaba el hotel Iqbal
Había recorrido más de la mitad del camino sin incidentes, ahora quedaba el resto, la parte más complicada, pues me encontraba cerca de la avenida Moi, la frontera de la zona financiera y rica, y a partir de allí se entraba en la zona pobre, marginada  y conflictiva. No me equivocaba.  Sólo tenía que proseguir en línea recta para llegar a mi destino, pero nada más cruzar calle Kimathi ya empecé a escuchar ruido de vehículos, y no precisamente del transporte público, no circulaba ni un solo matatus en la ciudad.

Legué a la avenida Moi y antes de cruzarla asomé el hocico, primero tenía que asegurarme de que estaba despejada. Pude darme cuenta de que ya no estaba solo, en esa parte había algunos que andaban desperdigados y al parecer sin rumbo fijo.  Tanto la avenida Moi como la calle Tom Mboya y la intersección de éstas con la avenida Kenyatta, eran los principales puntos de la ciudad del transporte público, de allí partían y allí llegaban todos los matatus de los suburbios, donde vivía la mayor parte de la población de Nairobi.  Creo que esa pobre gente se había quedado sin transporte público al dejar de circular los matatus, de manera que se habían quedado sin poder regresar a sus casas y sin poder refugiarse en ningún lugar, completamente desamparados en la calle.

Escuché ruido de motores y a lo lejos divisé que llegaban por la avenida Moi tres vehículos.  Di unos pasos atrás y me oculté como pude, todos los que andaban por ahí hicieron lo mismo.  A pocos metros de donde estaba pasaron tres furgonetas pick-up, es decir, abiertas en la parte trasera y cargadas con policías que iban sentados en un banco de doble asiento espalda contra espalda. Me quedé quieto mirando como se alejaban dirección a la avenida Kenyatta, no pensaba moverme hasta verlos desaparecer de mi vista. Para mi sorpresa, al llegar al cruce doblaron a la derecha y enfilaron de nuevo  por el sentido contrario de la avenida acercándose de nuevo por el otro lado. Aquello me pareció extraño, algo les había hecho volver.  De repente, no lejos de donde me encontraba, se detuvieron a la entrada de un solar. Parecía vacío, sólo se veía hierba y algún vehiculo abandonado,  pero todo fue descender los policías de sus vehículos y salir gente de aquel solar en apariencia despoblado. Por lo visto un grupo se había refugiado allí ocultándose como pudo, pero alguien debió verlos y mandaron tres vehículos cargados de policías. 

Vi correr a esa gente como conejos asustados en varias direcciones, el problema era que detrás tenían una tapia que les impedía la escapada y la mayoría optó por huir cruzando la avenida, justo donde yo estaba. Serían un grupo de unos veintitantos hombres quizá, viniendo hacia mí y la policía detrás de ellos con las porras enarboladas.  Los que estaban en el mismo lado que yo, viendo lo que se les venía encima, no les quedó más remedio que echar a correr también. Tenía dos opciones, o echar a correr junto a ellos o cruzar la avenida al lado contrario y tratar de alcanzar la calle Tom Mboya.  En la cara de algún policía vi sorpresa al ver como del otro lado salía un “muzungu” (blanco) cruzando la calle en la misma dirección en la que ellos venían.

Latema Road
Naturalmente procuré cruzar de forma transversal para alejarme de ellos y con el ojo puesto en la calle al final de la tapia.  Por suerte ningún policía decidió dar media vuelta y seguirme.  Enfilé a toda velocidad por la calle que sabía debía desembocar en Tom Mboya, si alguien quería alcanzarme tendría que correr mucho.

 No me detuve al llegar a Tom Mboya, sino que continué dos calles más hasta Taveta Road, entonces sólo tenia que girar a la izquierda hasta Latema Road, el hotel Iqbal se encontraba allí haciendo esquina.  La calle Latema que era la más ancha y comercial de esa zona, allí parecía estar la cosa tranquila, se podía ver algunos hablando tranquilamente en reducidos grupos, aunque los comercios y otros negocios estaban cerrados. 

Llamé a la puerta metálica de mi hotel, que igualmente se encontraba cerrada, pero nadie vino a abrir.  Volví a llamar, esta vez con fuertes golpes en la puerta, y lo mismo, nada.  Tuve que golpear y gritar que vivía allí varias veces hasta que por fín alguien vivo a abrirme.  Subí a mi habitación, la ventana daba a un callejón lateral que desembocaba en Latema, de forma instintiva la abrí para asomarme, aunque la visión quedaba muy limitada.  Al instante vi como entraba en el callejón un camión cargado de policías antidisturbios.  Sin duda sabían que en Latema había gente en la calle y llegaban a por ellos.  Se acercaron al ralentí y pararon justo debajo de mi ventana en la segunda plata.  Tuve la vista privilegiada de verlos descender en silencio justo debajo de mis narices. Me quedé observando procurando no hacer movimiento ni ruido alguno.  Entraron corriendo en la calle Latema, pillando por sorpresa a la pobre gente que allí había, sólo pude ver como sin mediar palabra arremetían a porrazo limpio contra dos individuos que trataron de escapar sin suerte, el resto se introdujo en la calle hacia la derecha perdiéndose de mi vista.  Me metí dentro y busqué la cámara.  Me asomé de nuevo a la ventana, la verdad que no había nada relevante que fotografiar, pues mi ángulo de visión quedaba limitado al ancho del callejón y ya había desaparecido de allí los policías que golpeaban a dos inocentes ciudadanos.  Entonces apunté el objetivo hacia el camión que estaba debajo de mi, había quedado allí un policía de retén y le hice una foto.  El leve ruido que hizo el motor de arrastre de la cámara al hacer avanzar la película, fue suficiente para alertar al policía, quien miró hacia arriba y de inmediato alzó la porra amenazante profiriendo gritos contra mi.  No me entretuve en escuchar lo que decía, me retiré de la ventana y la cerré.  Me quedé pensando lo que podía pasar, si se les ocurriría subir a mi habitación, y si subían, qué podía hacer o decirles.  Por si acaso, quité el rollo de la cámara y lo sustituí por otro, esperaba que si la cosa se ponía fea, podía solucionarlo sacando y dándoles el rollo vacío.

Por suerte se olvidaron de mí y estuve dejando pasar el tiempo tirado en la cama de mi habitación, un cuarto tan simple como cuatro paredes y una cama.  Ya había dado por perdida la cita con mi amiga Sara.


Me aburría, además era ya mediodía y tenía que ir pensando si podría comer en alguna parte.  Tuve que pedirle al recepcionista del hotel que me abriera la puerta, esta vez para salir.  El hotel New Kenya Lodge no quedaba lejos, sólo había que seguir recto hasta el final, tomar la calle River Road y un poco más allá estaba el hotel.  Decidí ir a ver a mi amigo el pintor Julius Nyere, suponiendo que se encontrara en el hotel.  Era un pintor jóven y, según los recortes de prensa que guardaba, lo consideraban uno de los mejores pintores africanos y de mayor proyección internacional.  En Kenya era uno de los más famosos, fuera de allí había expuesto en Alemania  y Japón, incluso en Japón se había hecho ya con una reputación, había vivido allí más de un año, tenía éxito, lo entrevistaban en periódicos y lo habían sacado en la televisión, hasta le había dado tiempo de casarse con una de las periodistas japonesas que lo había entrevistado, pero con todo, había decidido regresar a África en busca de la tranquilidad y la inspiración para seguir pintando.  Julius era un tipo curioso, coleccionaba gorros y sombreros, tenía en su cuarto al menos doscientos y cada día se ponía uno distinto, según él ánimo que tuviera.  Por otra parte se compraba flores casi a diario, en su cuarto nunca faltaban y cuando subía a su estudio de pintura, la azotea del hotel, además de las telas y las pinturas, se subía también las flores. También poseía una personalidad extraordinaria y una indudable inteligencia.  Guardaba sus pinturas enrolladas en la habitación del hotel, tenía muchas y dos de ellas, las de formato más grande, las guardaba con especial cuidado, después de habérmelas mostrado me dijo que le habían ofrecido más de diez mil dólares por cada una, sin embargo no quería venderlas.  Cuando le pregunté por qué (en Kenia vendía entre mil y dos mil dólares) respondió que esperaba que esas pinturas tendrían más valor en unos años.  Antes de partir en mi viaje al lago Turkana le había dejado una camiseta blanca pidiéndole que me pintara algo, cualquier cosa sencilla, sólo como recuerdo.

La recepción del New Kenya Lodge se hallaba subiendo unas estrechas escaleras en la primera planta, y la habitación de Julius justo en la parte posterior rodeando la recepción.  No tenía ventanas, era un simple cubículo atiborrado de cosas, sin un solo centímetro libre.  No entendía por qué había escogido la peor habitación del hotel para vivir, la única explicación que se me ocurría era por seguridad, quizá pensaba que al estar pegada a la recepción sus cosas estarían más seguras cuando él no estaba allí, en ese cuarto guardaba lo que más valor tenía para él: sus pinturas.

Con Julius Njau
Fui directo a su habitación y allí lo encontré.  Nos saludamos y, después de preguntarme qué tal fue mi viaje, puso una carta en mis manos, le había recibido hacía escasos días y estaba esperando que yo llegara para que la viera.  La miré y vi con sorpresa que venía de España.  Me pidió que la leyera para que después le diera mi opinión.  La carta venía remitida del Comité Organizador de la Exposición Mundial Sevilla ´92, y a la sazón le comunicaban que había sido uno de los tres jóvenes pintores africanos escogidos para exponer en la Exposición de Sevilla.  Lo felicité, sin embargo él no parecía del todo contento.  Tenía sus dudas sobre la importancia que eso podía tener para él, pero sobre todo recelaba de una cosa: en la carta le explicaban el número de pinturas que debía enviar, que debía hacerlo mediante British Airways a portes y seguro pagados y por la organización, y que en unas fechas determinadas recibiría una invitación y los billetes de vuelo para viajar a Sevilla y asistir a la presentación de sus obras.  Todo parecía bien detallado, pero Julius no se fiaba.  Tenía miedo de enviar sus pinturas y no verlas nunca más.  Después de discutir sobre eso, de intentar quitarle la preocupación y hacerle ver la importancia que tendría para él exponer en Sevilla, una expo mundial, decidimos salir a comer.  Le dije que estaba todo cerrado, pero él aseguró que conocía un sitio donde solía ir y allí seguramente podríamos comer.  Al salir de su habitación le pregunté si me había pintado algo en la camiseta que le dejé, se limitó a responder que no.  Quise saber por qué, no le estaba pidiendo un cuadro, solo un dibujo o unos trazos de pintura.  Entonces fue más explícito, dijo que no había pintado nada porque seguramente lo que yo haría después sería vender la camiseta.  La respuesta me decepcionó, le dije que estaba equivocado y ya no volví a insistir más.

Salimos fuera con cierta cautela, el día era soleado y agradable, todo estaba tranquilo y en silencio, pero no sabíamos lo que nos podía esperar. Tomamos River Road a nuestra derecha y seguimos por ella en la más absoluta soledad, resultaba muy extraño andar en la calle sin gente y sin ruido, completamente desierta a plena luz del día. Andábamos despacio, Julius tenía una pierna más corta que la otra, a pesar de tener un zapato con plataforma caminaba cojeando un poco.  Por el camino me explicó la situación, la manifestación había sido organizada para pedir elecciones, es decir, democracia, por supuesto el gobierno la había prohibido, de modo que todo el mundo sabía que asistir a la manifestación sería peligroso.  Creímos que al haber quedado disuelta la concentración de protesta, al haber limpiado las calles de cualquiera que hubiese ido a criticar o reclamar algo al régimen del presidente Moi, el problema se había resuelto. En esos instantes no podíamos saber que el gobierno había decidido que ese día no quería a nadie en las calles del centro de Nairobi.

El rugido del motor de un viejo camión llegó hasta nosotros, nos giramos atrás y, en efecto, un camión cargado de policías venia por River Road en nuestra dirección.  Andábamos por la acera y todas las puertas se hallaban cerradas, no había posibilidad de ocultarse, además ya nos habían visto.  Nos quedamos parados mirando al camión. A menos de cincuenta metros de nosotros, vimos que varios policías sacaban los cañones de sus fusiles por encima del tablero lateral que quedaba a nuestro lado y nos apuntaban con el camión en marcha.  Menudo susto al ver los cañones dirigidos a nosotros.  Instintivamente nos dejamos caer al suelo detrás de un coche que había aparcado usándolo como parapeto, por suerte fuimos más rápidos en agacharnos que ellos en apretar el gatillo, pues las bolas de goma que dispararon dieron en la pared detrás de nosotros. Al pasar en frente nos gritaron algo, pero el camión no se detuvo, seguramente iban con prisa a alguna parte.

Chica y chico de la etnia Samburu
Seguimos caminando hasta el final de River Road y sólo unos pocos metros antes de llegar a una gran plaza donde también confluía Tom Mboya y que además de servir para distribuir el tráfico había una estación de matatus, nos detuvimos a la puerta de un restaurante.  Estaba cerrado y Julius llamó a la puerta. No hubo respuesta.  Un par de ventanas daban a la calle, pero tenían echadas unas cortinas y no se veía nada.  Julius habló en suajili y dijo quien era, entonces alguien nos abrió y nos apresuró para que nos metiéramos dentro rápido.  En el restaurante había otras personas comiendo, todos en el más absoluto silencio. 

Después de comer alguien del restaurante que vigilaba el exterior nos dijo que podíamos salir.  Aún eché un vistazo en la plaza y pude fijarme que no era el único que andaba por ahí, pero Julius me pidió que no perdiera el tiempo y nos fuéramos cuanto antes de regreso al hotel.

A media tarde, aburrido de estar en la habitación de mi hotel sin hacer nada, decidí volver a salir para dar una vuelta. La verdad es que me picaba bastante la curiosidad por conocer de primera mano cómo seguía la situación. Después de pensarlo opté por encaminarme hacia la calle Tom Mboya y la avenida Moi, dos de las arterias principales de la ciudad, su visión podría darme los detalles para evaluar cómo seguía la cosa.

La distancia a Tom Mboya era corta y conseguí llegar sin dificultades.  La visión a uno y otro lado de la calle fue desoladora, la calle más concurrida de la ciudad y se encontraba desierta, realmente Nairobi se había convertido en una ciudad fantasma.  Mientras pensaba si seguir caminando hasta la avenida Moi, escuché de nuevo el inconfundible sonido de un camión.  Llegaba por el lado opuesto en que yo me encontraba, así que pasaron a cierta distancia de mí, por lo que aunque alerta, me quedé inmóvil observándolos.  Al pasar me gritaron e hicieron gestos que daban a entender que me fuese de allí, pero no hice caso y permanecí quieto.  Estaba claro que la policía seguía patrullando la ciudad en sus camiones con la misma consigna de limpiar las calles de gente, aquello era un toque de queda en toda regla y sin previo aviso, en pleno día.  No me dieron tiempo de pensar nada más, como no me moví del sitio en que estaba, poco más adelante el camión aminoró la marcha y se saltó la mediana de la calle para cruzar al otro lado y girar en dirección a donde yo estaba.  Desde luego no me quedé para ver qué querían, eché a correr por la misma calle que había legado sin parar hasta la puerta de mi hotel, por suerte el camión no se desvió para seguirme, pues de haber querido podrían haberme alcanzado.

Por supuesto en mi habitación no había un televisor donde pudiera estar al tanto de las noticias, y en la recepción tampoco.  Ni siquiera tenía conmigo una radio que pudiera informarme, el inglés era idioma oficial, de manera que estar tirado en la cama sin saber ni hacer nada, era deprimente.  A las siete de la tarde, completamente de noche, me propuse volver a salir, esta vez no para saciar mi curiosidad, sino el hambre.  En Kenia ya era la hora de cenar, de hecho para Kenia ya era tarde, otros días ya cenaba a las seis si no quería llegar con el restaurante cerrado, aunque siempre podía ir al restaurante del hotel Ambassadeur, entre Moi y Tom Mboya, donde se cenaba bien por un precio moderado y podía verse todas las tardes mucha gente de la clase media citándose allí para tomar algo o cenar.

No tenía idea de dónde podría cenar algo, simplemente seguí la calle Latema adelante dirección a River Road, pegado a la pared y abriendo bien los ojos.  La oscuridad y el silencio se asociaban esa noche como nunca, la luz pública era casi inexistente y la que solía haber en la puerta de las tiendas o lugares privados había sido suprimida al encontrarse todo cerrado.  De repente me topé con alguien que apareció de la nada, me preguntó qué estaba buscando.  Al decirle que un lugar para cenar, me señaló con la mano al otro lado de la calle, miré, pero no vi nada.  Me aseguró que allí servían comida.  Entonces me di cuenta que un tipo frente a un entoldado saliente de la pared, daba unos pasos adelante mientras me hacía gestos con la mano para que me acercara.  Crucé la calle y le pregunté dónde podía cenar. Ven, me dijo resueltamente, aunque yo seguía sin ver nada que se pareciera a un restaurante. 

Chicos de la etnia Masai
Observé que a cierta altura salía de la pared una lona negra, estaba apuntalada con palos  a unos dos metros de distancia, de manera que habían formado un toldo que caía hasta el suelo y cubría también los lados.  El hombre se acercó a un lado y separó la lona dejando una abertura justa para pasar dentro, animándome a que entrara.  La lona cubriría una zona de dos por unos ocho metros y bajo ella habían instalado un tablero estrecho y alargado pegado a la pared que hacía de mesa, y unos bancos para sentarse.  En un hueco a la entrada había instalada una gran olla con comida que habrían cocinado en alguna parte, así que esa misma tarde habían improvisado un restaurante clandestino en plena calle.  El receptor se quedó en la puerta vigilando y otra persona me pidió que me sentara, sobre el tablero había unas velas como única iluminación e indetectables desde el exterior, y cuatro clientes cenando en ese momento.  El menú era único y también parecía difícil de detectar de qué se trataba, me sirvieron un plato con comida caldosa donde sólo pude distinguir con claridad que contenía arroz, entre otras cosas.  Al terminar pagué y, antes de salir, el vigilante sacó la nariz para observar el exterior y decirme a continuación. “okay, no problem. You can go” Le di las gracias y salí de nuevo a la calle, bueno, en realidad, no había dejado de estar en la calle.

Volví a activar las antenas y comencé a andar con sigilo.  Ya que estaba a mitad de camino del New Kenya Lodge, se me ocurrió ir a ver a Julius, todavía quedaba mucho tiempo antes de ir a dormir.

Naturalmente tenían la puerta cerrada, la golpeé y pedí que me abrieran.  En principio no hubo respuesta, tuve que identificarme, decir mi nombre y apostillar que era el español, estaba seguro que el vigilante nocturno se acordaba de mi.  Al momento se abrió la puerta, le di las gracias al vigilante y subí las escaleras.

Encontré a Julius en la recepción, se sorprendió al verme allí y acto seguido me llevó a su habitación para hablar de los acontecimientos del día.  No habrían pasado ni diez minutos cuando empezamos a escuchar gritos.  Nos quedamos en silencio aguzando el oído y al instante Julius se levantó como un resorte, echó el cerrojo de la puerta y apagó la luz.  De inmediato se escuchó ruido de pasos, voces y más gritos.  Pregunté qué estaba pasando, pero Julius me dijo que no hablara ni me moviese.  Los gritos aumentaron, venían desde la recepción, únicamente separada de nuestra habitación por un simple panel de madera, por lo que los escuchábamos claramente, aunque los pronunciaban en suajili y yo no entendía las voces que daban, pero si podía entender que algo serio sucedía, pues los gritos también se mezclaron con golpes.  Pensé que estaban asaltando el hotel.

Creo que Julius nunca había pasado tanto miedo en su vida.  Al cabo de unos minutos se hizo el silencio, escuchamos ruido de pisadas que llegaron hasta la puerta de nuestra habitación, alguien la empujó y dijo algo, pero viendo que estaba cerrada y nadie respondía, se alejó de nuevo.  Otra vez silencio. Las voces y gritos habían dejado de escucharse, pero Julius seguía cagado de miedo, no tanto por él como por todo lo que allí guardaba y los destrozos que pudieran causar si entraban, especialmente en sus pinturas, lo más valioso que tenía.  Cuando la calma parecía que había vuelto de nuevo intenté saber qué había pasado allí, de forma que, con la oposición de Julius a permitirme salir por el miedo que sentía a abrir la puerta, fui a la recepción a ver qué había sucedido dejando que mi amigo se encerrara de nuevo en su cuarto. 

La recepción había quedado vacía, es decir, sólo quedaban el recepcionista y el vigilante, don muchachos jóvenes y en ese momento, molidos a palos. Magullados y  exaltados, empezaron a contarme lo que había sucedido.  Una patrulla de tres policías había llamado en la puerta del hotel, el vigilante en un principio se resistió a abrir, le dijeron que eran la policía y lo amenazaron si no abría, el chico cedió y les abrió la puerta, recibiendo una tunda de porrazos nada más entrar por no haber obedecido a la primera.  Seguido subieron a la recepción.  El chico, oliéndose lo que pasaba, cogió el poco dinero que había en la caja y se lo metió dentro de los calzoncillos.  Nada más llegar le preguntaron dónde estaba el dinero.  El chico les dijo que no había, le respondieron dándole con la porra, el chico les enseñó el cajón vacío y los policías se enfurecieron más, empezaron a golpearle para que les dijera dónde lo guardaba.  El valiente recepcionista aguantó los porrazos sin decir nada, el pobre me lo contaba orgulloso, los policías no habían conseguido llevarse el dinero, pero a cambio él se había llevado una buena paliza.

Después de fracasar con el recepcionista, dos policías se dedicaron a registrar las habitaciones una por una.  En dos de ellas, ocupadas por turistas extranjeros y que fueron lo suficientemente tontos para abrirles la puerta, se llevaron el dinero que encontraron.  Poco a poco fueron descendiendo los huéspedes de las plantas superiores y se armó un buen revuelo, todos estaban excitados por lo sucedido. El joven recepcionista volvió a repetir su hazaña a todo el que le preguntaba, sin ocultar el orgullo que le producía el hecho de que la policía no había podido con él.  En el hotel también había una amiga sueca, de modo que subí a su habitación para saber cómo estaba.  Me dijo que también habían llamado a su puerta, pero guardó silencio y no abrió.  Luego bajamos a la recepción para unirnos a los demás y saber lo que le había ocurrido a cada uno.

Esa fue la evidencia última que ese día el mayor peligro de Nairobi era su policía.  Todo parecía indicar que los policías, con el toque de queda, se convertían en simples bandidos por la noche.

Pasado el revuelo, tuve que plantearme qué hacer.  Mi hotel no quedaba lejos, tardaría menos de cinco minutos en llegar, sin embargo vista la situación parecía un riesgo dar un solo paso en la calle.  El vigilante dijo que había patrullas dando vueltas en la zona y, si me encontraban, quién sabía lo que podía sucederme.  Al escuchar eso, mi amiga me invitó, más bien me obligó, a quedarme en su habitación. Dijo que no debía correr riesgos y verdaderamente tenía toda la razón, además afirmó que teniendo compañía también ella se sentiría más tranquila.

 

Según pude leer en el periódico al día siguiente, la manifestación se había saldado con tres muertos (uno de ellos apaleado en el parque Uhuru), numerosos heridos y bastantes detenciones.  Según la versión del gobierno, la policía tuvo que emplearse con contundencia para disolver una manifestación prohibida y evitar los disturbios de los manifestantes, y después para evitar que los ladrones asaltaran los comercios en la revuelta.  Lo cierto es que la prensa que podía considerarse libre criticó duramente la actuación de la policía, siendo la presión internacional  la causa principal para que el presidente Moi restableciera ese mismo año de 1.991 una democracia multipartidista,  celebrándose  al año siguiente elecciones presidenciales.

 

También al año siguiente y por sorpresa, recibí una postal de mi amigo Julius.  Al final decía que cuando viajara de nuevo a Kenia, me pintaría una camiseta.

 

 

 

Viaje en Kenia, año 1.991

 

 

Actualmente Julius Njau vive en Japón y ésta es su página web:


 
Lago Nakuru

 

 

domingo, 3 de febrero de 2013

Desgracias de la riqueza


 
 Desgracias de la riqueza
(Relato basado en hechos reales)
  

Carlos fue siempre un hombre con poca suerte, a cambio Dios le había dado mucha resignación para llevar la vida.  Desde pequeño había trabajado en el campo, en la pequeña finquita de su familia, pero eso no daba sino para trabajar duro y malvivir.  No le faltaban sus fríjoles y su arroz diario para comer, sin embargo Carlos siempre aspiró a algo más, a tener unos pesos en el bolsillo, a ir a la tienda y comprar y buen mercado para él y su familia, tener algún caprichito, poder sustituir el caballo por una moto para ir más lejos, para gozar un poco de la vida fuera de su finca, del monte, de la dura soledad y el esfuerzo diario que no cesaba desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde.

Se consiguió una mujer en el pueblo de Amalfi y la llevó a vivir con él en su finquita,  y después se construyó una casa para vivir independiente de su familia.  La casa sólo tenía una sala y una habitación, con los muebles imprescindibles, era muy sencilla, pero se podía vivir, ya estaba acostumbrado a la austeridad desde pequeño.  Matías tenía su hogar y no le faltaba nada que fuera imprescindible, no era con lo que él soñaba, pero daba gracias a Dios por tener cubiertas sus necesidades más básicas y elementales.  En el fondo su vida no era ni mejor ni peor que la de cualquier otro, era la vida que le había tocado vivir.   

La normalidad y la rutina diaria eran el aspecto más común que presentaba su vida, tan apenas inquietada por ninguna circunstancia.  En los primeros años su mujer le dio dos hijos, con eso parecía completar el círculo al que todo hombre humilde podía aspirar, o al menos un simple campesino como él.  Disponía de una casa,  una pequeña granja con diversos animales y un trozo de terreno de cultivo. No era mucho, pero suficiente para subsistir. 

Todo era tan perfectamente simple que nada hacía imaginar  ninguna alteración,  sin embargo la normalidad tomó un desvío inesperado.

 Su mujer, que hasta entonces se había mostrado sumisa, fiel, paciente, aceptando sin quejarse lo poco que tenían, de repente le pidió el divorcio y se marchó de allí con sus dos hijos, que aún eran pequeños, dejándolo solo.

Carlos intentó retenerla, pero ella le dijo que ya no lo amaba ni deseaba seguir viviendo allí.

La vida, que hasta entonces le parecía dura pero fácil de llevar, se le volvió gris y pesada, trabajar en el monte ahora le resultaba más insoportable, mucho trabajo para tan poca recompensa, sobre todo faltando los hijos a su lado.  No conseguía adaptarse a su nueva soledad.

Carlos vivía en una de las principales zonas auríferas del país, todo el departamento era rico en oro y existían muchas minas dedicadas a la extracción de este mineral, la soledad y melancolía que sentía empezaron a fomentar nuevas ideas en su mente sobre ese asunto.  Cuanto más lo pensaba más le atraía la idea de lanzarse a la aventura él también e ir en busca de un golpe de suerte: encontrar oro. En su pequeña finca conocía bien el futuro que tenía predestinado y no sentía mucho interés por envejecer allí sólo y con el dinero justa para sobrevivir. 

Tomó la decisión de dejar su casa, su terreno y partir, dejando sus exiguas propiedades a cargo de la familia. Si le salía mal, siempre podría volver allí.

Se trasladó hasta el municipio de Zaragoza, un pueblo grande y mejor comunicado, como base para iniciar su búsqueda.  Eligió este lugar por dos razones: una porque desde Zaragoza podía ir a inspeccionar los ríos de la zona, por allí pasaban el Bagre, el Aporriado, el Zigui, y otros afluentes más pequeños.  La segunda razón porque desde allí no había mucha distancia donde vivía su ex mujer con sus hijos, de manera que podría visitarlos de vez en cuando.

Los comienzos fueron duros, como nunca se había dedicado a eso tenía escasos conocimientos de cómo encontrar oro.  Había cuatro formas de extraerlo, la más popular era buscarlo en los ríos y sus orillas, únicamente se necesitaba unas simples herramientas, esfuerzo y paciencia, para remover la grava del río en busca de las pepitas.  Si se disponía de dinero para comprar una draga, con ella se ampliaban las posibilidades al dragar el río en su interior, ya que muchas menos personas concurrían en esa competencia y el lecho del río solía contener más mineral proveniente de los aluviones, que quedaba depositado en las grietas o marmitas que se formaban.  Después, otra manera estaba en la tierra, la mina artesanal, los pobres o gente sin recursos lo buscaba con simples herramientas, a golpe de pico doblando los riñones y arriesgando su vida en los inseguros túneles que cavaban.  Y por último estaba la forma tradicional, cuando una gran empresa nacional o extranjera realizaba la extracción con máquinas y métodos más modernos.

Naturalmente Carlos tuvo que empezar por el método más simple: buscar en las orillas.  Sólo necesitaba unas botas impermeables, una pala y una batea.  Sus escasos conocimientos sobre dónde buscar, se resumían en intentarlo en las orillas donde tuvieran arena negra, principal indicativo de que podía haber oro, excavar con la pala en los remansos del río donde no hubiera corriente de agua, ya que allí se depositaban los minerales más pesados, e ir depositando el material en la batea para ir examinándolo.

En Zaragoza se alquiló una pequeña casita de una sola pieza, muy sencilla.  En sus primeros meses, principalmente por la distancia, muchos días los pasaba durmiendo en el monte, sobre una hamaca.  Cuando salía a trabajar, en su macuto siempre llevaba frijoles y arroz para cocinar por si se quedaba a dormir fuera.  Lo duro de dormir a la intemperie era la humedad, si llovía lo único que tenía para protegerse era un plástico.

Poco a poco fue obteniendo resultados. Con el tiempo fue adquiriendo experiencia y el éxito fue llegando en forma de pepitas de oro.  Unos pocos gramos podían significar la compensación a una semana de trabajo en el campo.  Había días peores y mejores, pero las pepitas iban apareciendo.

Cuando reunía unas cuantas pepitas, las vendía en el pueblo, allí mismo había gente que las compraba.  Después, era el día en que se permitía un descanso y un poco de diversión, iba al bar, tomaba unas cervezas, invitaba a alguna mujer, para a veces acabar durmiendo con ella.

Esta práctica, la de llevarse a casa alguna mujer, la clausuró cuando conoció a Brenda. Era una buena mujer, atractiva, humilde y sola como él, a quien su marido la había abandonado hacía unos años cuando su hija aún era pequeña.  Luego, no volvió a convivir con ningún otro hombre.  Se hallaban en una situación parecida.  Era innegable que esa mujer le atrajo desde el primer momento en que la conoció.

El progreso en su labor de buscar oro, la suerte de poder ir ahorrando dinero y la nueva amistad con Brenda, le habían subido el ánimo. Se podía decir que volvía a sentirse feliz.  Esa moderada euforia lo convenció para tomar una nueva decisión con la idea de prosperar en su negocio: el dinero ganado lo invirtió en comprarse una draga.  La posibilidad de dragar el río ampliaría sus expectativas de encontrar oro.  Por otra parte, tener una draga lo convertía en un pequeño empresario autónomo, tomando dos ayudantes que irían con él y a quienes daría un porcentaje del oro encontrado.  Esa pequeña propiedad y sus objetivos, ya no lo hacían sentir un don nadie.

En  la comarca había otras dragas, muchas de ellas ilegales, sin permisos para extraer oro de los ríos, pero Matías regularizó el permiso correspondiente y obtuvo la concesión para realizar minería aluvial de tipo artesanal con draga. Siguió además, a diferencia de otros muchos,  los parámetros en el tipo de maquinaria o herramientas, así como de no usar químicos que dañaran el medio ambiente para la separación del oro.

El trabajo resultaba duro, ya desde muy temprano y por turnos, uno de los tres se sumergía bajo la profundidad de las aguas del río, convirtiéndose en un buzo con el simple equipamiento de unas gafas y una manguera en su boca conectada con el exterior para respirar, mientras en la mano llevaba la manguera conectada a la bomba que llevaba la draga y con la que succionaba la tierra en el lecho del río para llevarla hasta un canalón que la depositaba en la orilla sobre  unas alfombras de plástico.  Al concluir el día, se examinaba el material extraído para separar las piedras y la tierra del oro, empleando lo que allí llamaban cocos, una especie de máquina artesanal vibratoria con filtros, utilizando como último recurso planchas amalgamadoras para recuperar el oro fino.   

Para sacar un mayor rendimiento, pasaban casi todo el tiempo con la draga, con más ansiedad si cabía por encontrar oro y empezar a recuperar el dinero invertido.  Para ello hacían una simple chabola con un entoldado de plásticos junto al lugar donde trabajaban, y allí mismo era donde dormían.  Por otra parte, tampoco se podía quedar sola la draga, de lo contrario se corría el riesgo que alguien la robara.  Por eso los ayudantes de Carlos pasaban todo el tiempo allí, trabajando o vigilantes cuando su patrón iba a Zaragoza a vender el oro y después comprar gasoil y provisiones, sin olvidarse, por supuesto, de visitar a su amiga Brenda.

 

Después de un año no podía decirse que le hubiera ido mal, aún no se había hecho rico, pero sus ahorros e inversiones habían ido aumentando. La draga y demás herramientas estaban pagadas, y a partir de ese momento, con los nuevos ingresos, fue construyéndose una casa.

En el aspecto sentimental tampoco le iba nada mal, había formalizado su relación con Brenda y, cuando regresaba a Zaragoza, solía hacerlo una vez por semana, se quedaba con ella en su casa.  Continuaron así hasta que la casa encargada terminó de construirse, entonces Brenda, su hija y él, se trasladaron a vivir allí.

Carlos estaba feliz. Tenía una nueva familia, había encontrado una buena compañera y estaba convencido que era la mujer de su vida.  Había acogido  a Nely, la hija de Brenda, como si fuera su propia hija, además de vez en cuando podía ver cómo iban creciendo sus hijos, incluso con su mejora económica les ayudaba dándoles algo de dinero.  Iba acercándose a todo lo que podía desear.  Sin embargo, ahora que era feliz con su mujer, le resultaba más duro su trabajo.  La extrañaba cada día que estaba en el río con la draga.  Un día o dos a la semana para estar juntos le parecía muy poco.  Los días de trabajo se le hacían demasiado largos.

En menos de tres años, con lo que le había rendido el oro, Carlos había podido pagar la draga y se había construido una casa, se podía decir que su vida estaba asentada, las pepitas de oro no dejaban de aparecer y le proporcionaban un nivel económico aceptable.  Con todo, la contrapartida le parecía demasiado dura, por un lado pasar demasiado tiempo alejado de su mujer, por otro la dureza del trabajo, pasar varias horas al día bajo el agua influía en el menoscabo de su salud.  Y ya sabía cuál era el límite de lo que podía obtener, suficiente para vivir, pero insuficiente para retirarse pronto.

Empezó a darle vueltas a la cabeza, sabía que la verdadera riqueza se encontraba en la tierra, bajo el suelo o en la roca.  Allí era donde estaban las vetas de oro, donde uno podía hacerse rico si encontraba una.  Pensó que debía invertir para excavar la tierra.

El problema era que él no disponía de ningún terreno.  Después de sopesar todas las posibilidades, de reflexionar en cuál podía ser el método, creyó que la mejor decisión era comprar un terreno y arriesgarse.  De lo contrario, si lo intentaba en un terreno que no fuera suyo, sólo podía aspirar a tener la concesión de explotación de la mina, pero la mina nunca sería de él.

Lo habló con su mujer, estaba decidido a emprender una nueva aventura y ella lo apoyó.  Si al cabo del tiempo no salía bien, siempre podría volver a buscar en el río con la draga.

Pasó varias semanas inspeccionando terrenos, los quería vírgenes, sin que antes se hubieran hecho prospecciones, que tampoco estuvieran cerca de alguna otra mina, pues eso encarecería el terreno, ni estuviera dedicado a nada.  Debía guiarse únicamente por su intuición y luego esperar un golpe de fortuna.

Cuando encontró el terreno que le interesaba, habló con su dueño y después de discutir el precio llegaron a un acuerdo para comprárselo.  Después, con el título de propiedad en sus manos de un terreno de más de treinta hectáreas, Matías se sentía orgulloso y excitado a la vez por empezar pronto a horadar la roca.

Con los gastos de la casa, aún no había ahorrado lo suficiente, de modo que parte del dinero tuvo que sacarlo prestado. Como quería dedicarse cuanto antes a la exploración del terreno, llegó a un acuerdo con sus ayudantes.  Él tenía la draga y el permiso de las autoridades para extraer el oro del río, les cedía la explotación a cambio de una renta mensual.  Ellos aceptaron.  Se pusieron de acuerdo en el precio a pagar y con ello Carlos podría ir amortizando su préstamo mientras no encontrara oro en su terreno.

Pronto se puso manos a la obra, el terreno no quedaba cerca de Zaragoza, de modo que tampoco podía regresar a diario a su casa, sino que debía quedarse en la mina.  Contrató otros dos ayudantes y con ellos construyó una chabola con tablas de madera para dormir allí y un pequeño cobertizo para usar como cocina.

Después tuvo que ocuparse de comprar todo lo necesario para iniciar los trabajos, se desplazó a Segovia, el centro de la minería de oro, y en un almacén compró las herramientas necesarias, empezando por un generador eléctrico, un detector de metales, picos, palas, un martillo neumático para taladrar la roca, un molino para moler la roca y mercurio para separar el oro. Lo compró a pagar en doce plazos.  De momento era lo necesario para buscar una veta, aunque el método era artesanal y lento, lo que sólo permitía la minería a pequeña escala. Pero ya era algo para empezar.

 

 

Carlos empezó su búsqueda del oro. La experiencia adquirida y algo de intuición podían ser un aceptable argumento para señalar los lugares donde hacer las catas, pero sin duda un detector de metales, que podía detectar oro a un metro de profundidad, sería de gran apoyo en la búsqueda.

Después de más de un mes haciendo exploraciones en diversos puntos, Carlos escogió un lugar para empezar a excavar.  Fuera intuición o simplemente suerte, no se equivocó.  En las rocas apareció el oro.  Siguieron excavando hasta que no hubo duda:  había dado con una veta de oro.

Lo primero que hizo Carlos fue celebrarlo con su familia.  Lo celebraron a lo grande, aquel golpe de fortuna significaba que iba a cambiar sus vidas para siempre.

Luego contrató más gente y compró más herramientas,  y, con lo que pronto iba a ganar, fue a Medellín y se compró un todoterreno pick up Toyota.

La mina fue dando sus frutos, aunque despacio, los métodos de extracción eran manuales, como mayor ayuda usaban pólvora negra para hacer voladuras.  En realidad toda la infraestructura para la extracción del oro era artesanal, aunque también era cierto que podía decirse que Carlos se había convertido en un pequeño empresario minero.

A la alegría y entusiasmo inicial cuando dio con la veta, siguió el positivo resultado de sacar oro, Carlos se estaba enriqueciendo, auqnue se dio cuenta que muy despacio, demasiado para las verdaderas posibilidades que tenía la mina.  Tardó poco en convencerse que con un método más profesional, con gente más experta, buenas máquinas y una mejor infraestructura, podían sacar mucho más oro.

Con esa idea, se asoció con alguien conocido suyo, también empresario minero, pero con más potencial, para que aportara el capital y experiencia indispensables. Juntos podrían realizar la extracción con técnicas más modernas y profesionales.

Fue necesaria una importante inversión, pero muy pronto empezó a dar sus resultados, en tan sólo unos días la mina empezó a dar un rendimiento varias veces mayor.

La mina quedó en manos de un director, de modo que poco después de asociarse, Carlos dejó de trabajar en la mina y por fin pudo quedarse a vivir en Zaragoza con su familia, ya no tenía ninguna necesidad de estar en el monte.  Además colocó a su hijo mayor, que ya contaba con veinte años, como supervisor en su lugar.  Por supuesto no dejó de ir por completo, todas las semanas se desplazaba a la mina para ver como iban los trabajos de extracción del mineral.

En Zaragoza vivían felices, no les hacía falta de nada.  Empezaron a proyectar una nueva casa más grande y mejor.  Por otra parte Carlos llevó a su mujer y su hija de vacaciones a Cartagena, a las playas de Santa Marta, también fueron  más una vez de compras a Medellín. Quizá esta nueva vida con muchas más posibilidades, hizo que Zaragoza se les quedara pequeña, sobre todo a Nely, a quien cada vez le gustaba menos vivir en el pueblo.  Aunque ella pronto empezaría a estudiar en la universidad y tendría que desplazarse a Medellín, cosa que estaba deseando desde hacía tiempo. 

Como a Brenda no le gustaba la idea de que su hija estuviera sola viviendo en Medellín, terminó convenciendo a Carlos para que, en lugar de hacer una nueva casa en Zaragoza, se compraran una en Medellín y se fueran a vivir allí.  La verdad que a él no sentía el mismo entusiasmo por ese cambio, no le agradaba mucho el hecho de alejarse más de su mina, Medellín estaba a varias horas de coche.  Sin embargo su mujer y su hija fueron persuadiéndolo con todos sus argumentos hasta que consiguieron su aprobación.

Se compraron un bonito y desahogado apartamento en la zona de Laureles, donde vivía la clase media de Medellín, junto a la avenida Nutibara, donde había cualquier clase de restaurantes y tiendas.  Sobre todo eligieron Laureles porque era un sector tranquilo y seguro, a poca distancia del centro.

 

La vida en Medellín era completamente distinta, Carlos tuvo que ir adaptándose al estrés de su nueva vida, sin trabajo o ninguna otra ocupación específica, se le hacía raro llevar la vida de un jubilado.  Por eso en principio no dejó de ir una vez por semana a la mina.  Sus mujeres sin embargo estaban encantadas, la vida allí era menos dura, menos aburrida, y con dinero, mucho más interesante.  Brenda pronto cambió su vestuario, empezó a cuidarse más, a usar cremas, ir más frecuentemente a la peluquería, a relegar su aspecto aldeano para cambiarlo por la apariencia de señora acomodada.  Para Nely el cambio tal vez fue aún mayor.  De ser una chica de pueblo con escasos medios para divertirse o progresar en su vida,  allí tenía a su alcance todos los elementos para satisfacer sus deseos y triunfar.  Podía ir de compras, estar a la moda, tener los aparatos electrónicos más modernos,  salir a comer con su familia,  a cenar al Mcdonals con sus nuevas amigas, ir al gimnasio, a la universidad, en fin, adquirir un nuevo estilo de vida muy distinto al que hasta entonces había llevado.

En la mina todo iba bien, seguía dando un alto rendimiento, el hijo de Carlos se ocupada a la perfección de las tareas que le había encomendado su padre, no existía ningún problema.  En la ciudad fue acostumbrándose a la buena vida que en esos momentos disfrutaba, de hecho ya solo iba cada quince días a dar una vuelta por la mina y sus mujeres lo estaban convenciendo que para vivir en la ciudad era mejor comprarse un coche nuevo, y que dejara su coche todo terreno sólo para ir a visitar la mina.  Así que empezaron a mirar qué modelo les gustaría comprar.

 Podía decirse que solamente había una cosa que ni a Carlos ni a su mujer Brenda les gustaba.  Era algo referente a su hija.

Al poco de vivir en Medellín, Nely se había inscrito en un gimnasio donde solía acudir unas tres veces por semana.  Eso no era ningún inconveniente para ellos, el problema surgió cuando se enteraron de que tenía un novio de allí del gimnasio.  Nely contaba ya 17 años, edad para tener novio, se podía considerar perfectamente normal que lo tuviera.  Pero Medellín no era como su pueblo, allí había que tener más cuidado con las amistades, con las relaciones, por eso el problema real fue cuando se enteraron de quién era el novio y no les gustó.  Se trataba de su monitor en el gimnasio. 

Nely no les había contado nada, pero Carlos hizo averiguaciones y supo que el monitor tenía 29 años, demasiado mayor para ella, y eso no era lo peor, además estaba casado.  

Después de hablarlo con Brenda, tomó la decisión de conocerlo personalmente y hablar con él, saber cuáles eran sus intenciones y poner en su conocimiento que tanto él como la madre de Nely no aprobaban era relación, menos aún teniendo en cuenta que él era un hombre casado.  El monitor se limitó a decir que estaba enamorado de su hija, que los dos estaban enamorados y por eso habían echado eso para adelante.  Respecto a su mujer, le dijo que pronto iban a divorciarse y entonces ya no habría ningún impedimento.

Pese a las explicaciones que le dio, Carlos y Brenda seguían igual de descontentos con esa relación.  El tipo no les gustaba para su hija y no se cansaron de aconsejarla, de repetirle que ese hombre no le convenía, que se buscara un muchacho de su edad, alguien de la universidad, alguien que fuera como ella y no tuviera compromisos.  Aún les disgustó más cuando les confesó que le había contado que su papá tenía una mina de oro y que la mina daba mucho. 

Intentaron hacerle entender que seguramente ese hombre estaba más interesado en el dinero que en ella, que seguramente era por eso que la había seducido.

Nely respondía que su novio la quería, que estaba muy enamorado de ella y le había prometido que se iba a divorciar de su mujer en cuanto pudiera, que de hecho ya lo había hablado con ella y estaba esperando el momento para a empezar los trámites del divorcio.

Como Nely aún era menor, trataron de imponerle su decisión de que dejara al monitor del gimnasio bajo amenazas de castigarla, sin embargo ella no hizo ningún caso, seguía repitiendo que él estaba enamorado de ella, que la quería, y si ellos se oponían, en cuanto fuera mayor de edad se iría a vivir con él.  Lo que más temían sus padres es que él la dejara embarazada.

Poco podían imaginar que ese problema pronto iba a quedar absorbido por uno mucho mayor.

 

Carlos se encontraba en Zaragoza, ese día había ido a visitar la mina y pensaba quedarse a dormir en la casa que tenían allí.  A última hora de la tarde recibió la llamada de su hija.  Había regresado a la casa y su mamá aún no había llegado, no sabía donde estaba, pero lo que le preocupaba más es que no le cogiera el celular.  Carlos recordó que él la había llamado antes del mediodía después de llegar a Zaragoza y había hablado con ella.  Entonces todo estaba normal.

Carlos volvió a llamar a su mujer, a él tampoco le cogía el celular.   Se preocupó,  algo le había ocurrido, pensó.  

Cambió de decisión, sin esperar más, salió de su casa y subió al coche para ir a Medellín sin perder tiempo.  Por delante tenía más de cuatro horas de conducción por malas carreteras.  Antes de partir, volvió a llamar a su hija para que entretanto ella llamara a los hospitales de Medellín por si pudieran darle alguna información.

Cuando Carlos llegó a su casa, a las once de la noche, seguían sin tener noticias de Brenda.

Empezaron a pensar qué podía haberle ocurrido, en los hospitales no tenían constancia de ningún ingreso de una persona con su nombre, Carlos descartó que su mujer estuviera teniendo una aventura con otro hombre aprovechando su viaje a la mina, tampoco había ninguna razón para haber desaparecido y menos para no contestar al teléfono.  Empezó a pensar que tal vez alguien le había dado burundanga, una sustancia que actuaba como una potente droga y que era muy conocida en Colombia por el uso que le daban los delincuentes para robar a sus víctimas, a veces para violarlas. Todo el mundo lo sabía y muchos temían que no fueran a echarle en el vaso de bebida o a soplarle en forma de polvo delante de las narices.  Con eso conseguían inhibir la voluntad de sus víctimas y hacían con ellas lo que querían.  Después, cuando las víctimas aparecían uno o dos días más tarde en algún lugar, nunca recordaban qué les había pasado, no recordaban nada.

Pensó en llamar a la policía para denunciar su desaparición, pero las denuncias no se tomaban en cuenta hasta pasadas 24 horas. Carlos no sabía qué hacer, donde acudir o a quién llamar.

La ansiedad se había apoderado de él.  Sobre las once y media de la noche, cuando ya le cundía la desesperación, sonó su teléfono.  Al ver la pantalla del celular, se levantó de un salto de la silla donde estaba sentado: le estaba llamando Brenda.

-¡Hola amor!, ¿estás bien? –preguntó directamente al contestar la llamada..

La alegría inicial de ver que la llamada procedía del teléfono de Brenda, se convirtió en temor al escuchar que quien respondía no era ella, sino la voz de un hombre.

-¿Es usted el esposo de la señora Brenda?.

-Sí, yo soy.

-Entonces escúcheme bien:  su esposa está secuestrada. 

 

Carlos se llevó un gran sobresalto al oír que su esposa había sido secuestrada.

-¿Quién es usted?, ¿dónde está mi esposa?.

-Espere, espere, aquí las preguntas las hago yo.  Escúcheme lo que le digo.  No espere a su esposa, y a menos que quiera ponerla en peligro, no llame a la policía.

-¡Oiga, dígame si mi esposa está bien!.

-Por ahora ella está bien.  Pero en el futuro va a depender de usted lo que le pase a ella.  De momento ni se le ocurra llamar a la policía, a la mínima sospecha no verá más a su esposa. ¿Lo entiende?.

-Si, si -respondió Carlos con la voz temblorosa-.  Pero ¿qué quieren?.

-Eso ya se lo diremos, por ahora no se mueva de la casa ni llame a nadie, sepa que le vigilamos.  Recuerde bien, nadie debe saber que su esposa está secuestrada.

-¿Y por qué tengo qué creerle?, ¿qué pruebas tengo de que me dice la verdad?.

-Le estoy llamando con su propio celular.

-Eso no es suficiente, quiero escucharla, hablar con ella.

El secuestrador pareció dudar un instante.

-Esta bien, espere un momento.

El secuestrador tenía a su rehén tirada en el suelo atada de pies y manos, amordazada en la boca con cinta de sellar embalajes.  A través del celular, Matías pudo escuchar como decía:

-¡Eh, mamita!, dígale algo a su esposo.

En cuanto le quitó la cinta adhesiva de la boca, ella empezó a gritar entre sollozos el nombre de su esposo y de su hija.  Entonces se cortó la comunicación.

Carlos se hundió.  Se abrazaron con su hija y ambos lloraron amargamente.  Sabía muy bien que en Colombia sucedían muchos secuestros, pero nunca pensó que esa desgracia podía tocarle a él.

-¿Qué vamos a hacer, papito?- le preguntó Nely entre sollozos.

-No lo sé mi hija, no lo sé.

Los dos estaban completamente abatidos.  La primera duda era si llamar o no a la policía.  Sabía que si llamada podía poner en riesgo la vida de Brenda, pero si no lo hacía, estaban a merced de los secuestradores, de lo que ellos quisieran hacerle.  Era una decisión muy difícil.  Imaginaba que la habían secuestrado para pedirle un rescate, aunque por el momento no habían mencionado nada de eso.  Él lo que quería era rescatarla cuanto antes, con la mayor seguridad, sin ponerla en peligro.

Por otra parte estaba la familia de Brenda, en Zaragoza tenía a su madre, dos hermanas y un hermano. No sabía si debía llamarles o esperar a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos.  

Carlos tenía miedo, mucho miedo de lo que pudiera pasarle a su esposa.

Acordaron con su hija no hacer nada hasta el día siguiente, esperar a ver cuáles eran las exigencias de los secuestradores, no se le ocurría otra posibilidad que no fuera pedirle dinero, pero pensó que sería mejor esperar a conocer su petición antes de hacer nada o llamar a la policía para poner en su conocimiento la situación.  Ya tarde, se retiraron cada uno a su habitación a descansar.

Carlos no podía dormir.  No dejaba de darle vueltas a la cabeza, no entendía por qué les había pasado eso a ellos.  Al no ser en zona rural, los secuestradores no podían ser un grupo armado, como las guerrillas de las FARC, la guerrilla del ELN o los paramilitares.  Al haberla secuestrado en Medellín tenían que ser delincuentes comunes. 

Dando por seguro que se trataba de eso, de simples delincuentes pero no por eso menos peligrosos, se preguntaba cómo podía haberles sucedido eso, ellos llevaban una vida normal, vivían en una casa normal, sin ostentación de bienes, en un edificio donde todos los vecinos eran de clase media, licenciados, profesionales, comerciantes.  ¿Cómo podían saber los secuestradores que podían obtener dinero de ese secuestro?.  Él se relacionaba poco con la gente de allí, le conocían pocos, de vez en cuando se iba a un bar cercano a su casa a tomar unas cervezas mientras veía con los demás clientes un partido de futbol, pero nunca solía hablar de su vida personal.  Por otra parte, tenía algunos familiares, primos, que vivían en Medellín, pero tan apenas se relacionaba con ellos. Desde luego ellos si estaban enterados que su mina estaba dando un buen rendimiento con el oro, pero ni siquiera sabían exactamente donde vivía.

Sacando conclusiones, se dio cuenta que donde si le conocían, donde sí sabían que tenía una mina de oro, era en Zaragoza.  Allí había mucha que gente lo sabía.  Empezó a ver sospechoso que la hubieran secuestrado justo el día en que él estaba allá en Zaragoza.  No es que pensara que alguien de allí la había secuestrado, sino que alguien, por dinero, había informado a los delincuentes, había dado el chivatazo.  Eso era muy común en los secuestros de Colombia, había gente que informaba a los delincuentes a cambio de recibir plata, dinero por ello.  ¿Era casualidad que la hubieran secuestrado ese día?.  El informador, si estaba en Zaragoza y le había visto en el pueblo, podía haber dado esa información para que los delincuentes actuaran.

Luego estuvo pensando en qué clase de gente serían los secuestradores. ¿Serían profesionales del hampa?, ¿se dedicarían a eso?, ¿qué clase de criminales la habían secuestrado?.   Por la voz sabía que no era un muchacho quien le habló, era una persona adulta, con lo cual debía saber lo que se hacía. Le extrañó que el secuestrador no camuflara o distorsionara la voz, creyó que hablaba con su propia voz, sin disfrazarla.  No sabía si era porque no tenía experiencia o porque no le importaba, y si no le importaba, eso le ponía más nervioso. 

El hecho de que Brenda hubiera hablado significaba que estaba consciente, que no le habían dado burundanga.  En ese caso, a menos que los secuestradores ocultaran su rostro, Brenda podría reconocerlos.  Esa posibilidad tampoco le gustaba nada.

También se preguntaba repetidamente dónde debían tener a Brenda.  ¿Estaría en Medellín o la habrían llevado fuera de la ciudad, a algún lugar apartado y solitario?.  Hubiera dado cualquier cosa por saberlo e ir él mismo en ese preciso instante a rescatarla.

Carlos estaba con demasiada ansiedad para poder dormir, demasiadas preguntas sin respuesta, demasiadas conjeturas en el aire, demasiado temor.

 

 

Brenda se encontraba dentro de la ciudad, en uno de los barrios suburbiales de Medellín, maniatada en una casita un poco retirada, sin vecinos cercanos. Se encontraba en una ladera y había que acceder a ella por un sendero de tierra.  En la noche, sin alumbrado público, se encontraba rodeada de la más absoluta oscuridad. 

El secuestrador se encontraba en la casita junto a ella, no eran varios, como había supuesto Carlos, sino sólo uno.  Había esperado a que se hiciera de noche para llevarla allí.  Después de hacer la llamada con el teléfono de Brenda, lo había desconectado.  Por supuesto le había vuelto a sellar la boca con la cinta adhesiva para que no gritara.  Desde que habían llegado le dio bastante trabajo, no quería permanecer quieta y en silencio, pese a que tan apenas podía moverse en el suelo y no podía hablar.  Al final Brenda se rindió y echó a llorar.  En la parte posterior de su falda también había una mancha húmeda, el miedo le había hecho orinarse.  La casa sólo tenía una pieza, de modo que había escuchado perfectamente la conversación que tuvo el secuestrador con su esposo, ahora sabía lo que pretendía.  Aunque desconocía cuáles eran sus intenciones con ella, y eso la aterraba.

La casa sólo disponía de una ventana y tenía las cortinas echadas, dentro el secuestrador había encendido una luz de vela.  Se encontraban en penumbra, la luz era muy débil, pero suficiente para que Brenda pudiera ver el rostro descubierto de su secuestrador.  Él no había hecho nada por ocultarse de ella.

El hombre conectó su teléfono y al poco tiempo empezó a sonar.

-Hola mi amor –respondió.

-¿Dónde estás?, ¿Por qué no has vuelto a casa todavía? –inquirió su mujer con claras muestras de enojo en su voz.

-Iba a llamarte ahora, hoy no voy a poder ir a casa.

-¿Estás con otra mujer?.

-No, no es eso, pero ahora no puedo contarte. No te preocupes.  Simplemente es que estoy fuera de Medellín, tengo un asunto entre manos, un asunto que nos puede dar una buena platica.

-¿Crees que me engañas?.   Tú estás con otra.

-Que no amorcito, yo sólo te quiero a ti, no tengo ninguna otra mujer.

Terminó diciéndole que no lo volviera a llamar, que ya la llamaría él cuando fuera el momento.  Y a continuación volvió a desconectar el teléfono. 

Tenía toda la noche por delante para repasar el plan que tenía en mente, le seguía dando vueltas a la cantidad que iba a pedirle como rescate, no debía ser demasiado alta, por un lado para que el esposo pudiera reunir el dinero en seguida, y por otro para que no tuviera dudas de entregarlo.  Pero tampoco podía ser una cifra baja, el riesgo para él era el mismo, debía ser lo suficientemente buena como para poder vivir sin estrecheces una buena temporada, viajar, cambiar su coche viejo por uno nuevo.

 

 

Ni Carlos ni Nely habían conseguido dormir esa noche.  Carlos se debatía entre llamar a la policía o esperar a saber qué es lo que pedía el secuestrador.

Nely debía asistir a sus clases en la universidad, pero llamó para decir que se encontraba indispuesta.  Intentaron desayunar algo, sin embargo la comida no les pasaba por la garganta.  Ambos esperaban con ansiedad una llamada del secuestrador.

A las ocho de la mañana sonó el celular de Carlos.  Provenía del teléfono de Brenda.

-¿Aló?

-Buenos días patrón.  Me va a escuchar bien lo que le diga.  Primero que todo, ¿ha llamado a la policía?.

-No, no he llamado, nadie sabe nada.

-Mejor así.  Sabe que si lo hace no volverá a ver más a su esposa.  Eso rompería de inmediato el trato nuestro.  Porque nosotros vamos a hacer un trato, patrón.

-¿Qué es lo que quiere?.

-Antes quiero decirle que sabré si se pone en contacto con la policía.  Recuerde bien que si quiere tener de vuelta a casa a su mujer, debe obedecer todas mis instrucciones.

-Si, lo haré.

-Entonces nuestro trato va a ser como sigue: usted me va a entregar la cantidad de doscientos cincuenta millones de pesos, y yo le devolveré a su mujer.

Al oírlo, Carlos se estremeció, no esperaba que fuera a pedirle tanto, unos ciento catorce mil euros.

-Eso es demasiada plata, no tengo esa cantidad.

-No me venga con esas, conozco muy bien cuáles son sus rentas y sé que usted tiene ese capital.  Una mina de oro es un buen negocio.

-Créame, no dispongo de esa plata, tan apenas terminamos de amortizar la inversión.

Carlos no le mentía, era cierto que la mina iba muy bien, obtenían una buena producción de oro, pero los beneficios se repartían para dos socios y la inversión realizada había sido muy alta, además había tenido otros gastos importantes, como la compra del apartamento.

-Yo se que usted tiene la plata que le pido.  Pero depende si quiere o no quiere volver a ver a su mujer.

-Le juro que es verdad –dijo casi implorando Carlos-.  Yo le voy a entregar todo lo que tengo para recuperar a mi esposa, pero no puedo darle tanto.

-Entonces pida prestado, seguro que a usted le dan crédito.  Le doy un máximo de dos días para que reúna el dinero, lo quiero en billetes de cincuenta mil, ¿queda claro?.

-Si, pero escuche, mañana podría darle alrededor de sesenta millones, el resto de lo que dispongo está invertido, quizá si me da unos días más podría reunir unos ochenta.

Al otro lado se hizo un corto silencio. 

-Ya sabe lo que he dicho, si tiene la plata invertida, venda, recupérela, porque si no me entrega la cantidad que le pido, consideraré que no quiere hacer el trato. Piénselo bien, usted tiene la mina y podrá seguir consiguiéndose su dinero con ella, pero a su mujer ya no volverá a conseguirla nunca más si falta al trato.

Un miedo profundo recorrió por todo el cuerpo de Carlos después de aquella conversación.   Él estaba dispuesto a pagar, pero era verdad que en ese momento no tenía todo el dinero que le pedía.  Nely estaba a su lado y lo escuchó todo, rompió a llorar nada más terminaron de hablar.

-No se preocupe mi amor –le dijo abrazándola-, traeremos a su mamá a casa.

 

 

El secuestrador volvió a desconectar el teléfono.  Brenda estaba a su lado, había escuchado la conversación, de modo que ya conocía de cuanto eran las pretensiones de su captor.  Ella no se ocupada de la economía, ni de lo que producía la mina, pero sabía que su marido no tenía el dinero que su secuestrador le estaba exigiendo.  Estaba aterrada.

-Doña, más le vale que su maridito se consiga la plata –le dijo a Brenda mirándola sentada en el suelo  apoyada contra la pared. 

Brenda seguía atada de pies y manos, con la cinta pegada en su boca. Ella también le miró, con los ojos llorosos e inyectados de miedo.

Desde que estaba secuestrada sólo había recibido agua, se la daba a beber con una pajita en un vaso.  Tenía miedo que de quitarle la cinta se echara a gritar, por eso no le había dado nada de comer todavía.

El secuestrador le dio la espalda, sacó unas arepas de una bolsa y, pensativo, empezó a comer una.  Pensaba si sería cierto que realmente no tenía esa cantidad de plata, tal vez se había equivocado en sus cálculos y le había pedido más de lo que podía pagar.  Eso podía ser un problema en sus planes.

 

 

Carlos y Nely convinieron lo que iban a hacer, él iba a ir al banco para ver cuánto dinero podía reunir, ella se quedaría en casa.  Aunque eso tampoco le daba una completa seguridad, no sabía cómo habían secuestrado a su mujer, pero era evidente que sabían dónde vivían, que antes debían haber estado observando sus movimientos.  Por el momento, determinaron no decir nada a nadie del secuestro, tampoco a la policía, ante todo debían preservar la seguridad de Brenda.  Si la prensa llegaba a enterarse y sacaba la noticia, eso podía poner en peligro la vida de su mujer.  Algo era seguro, si la habían secuestrado es que eran unos criminales.

Carlos se fue al banco y entró al despacho del director para hablar con él.  Le expuso que tenía un problema y necesitaba con urgencia disponer de todo el dinero que poseía.  El director se quedó extrañado.  No era normal que un cliente fuera a sacar todo su dinero de golpe.  Revisó su cuenta y la forma en que tenía depositado su dinero. Le preguntó para qué lo necesitaba.  Carlos le repitió que era una urgencia, algo imprevisto, y que no podía demorar. El director le dijo que esa suma no podía entregarse así de inmediato, había que hacer gestiones, cancelar depósitos, inversiones.  Llevaría un tiempo.  Volvió a preguntarle para qué lo necesitaba. Carlos estaba muy nervioso, le dijo que eso era asunto suyo.  Observando a su cliente, el director tuvo la sospecha de que algo extraño ocurría.

-Mire don Carlos, si tiene algún problema, lo mejor es que acuda a la policía.  Ellos le pueden ayudar.

Carlos bajó la cabeza dubitativo. El director se había dado cuenta de su ansiedad, pero no tenía por qué decirle nada a él, era su dinero y no había por qué darle explicaciones.

-Debo afrontar un pago, es una cuestión de vida o muerte –le dijo.

Para el director se confirmaron sus sospechas de que su cliente estaba forzado a retirar el dinero por alguna cuestión ajena a su voluntad, presintió que estaba relacionado con alguna extorsión.

-Don Carlos, creo que usted tiene algún problema, no le pido que me lo cuente a mi, pero vaya a la policía y cuénteselo a ellos, deje que ellos le aconsejen y le digan lo que tiene que hacer.  Después vuelva por el banco, intentaremos hacer todo lo que esté en nuestra mano por ayudarle.

Carlos reflexionó.  Seguramente el director tenía razón, debía seguir su consejo de acudir a la policía, ellos tenían mucha experiencia en estos casos y sabrían lo que había que hacer.  Tomó la decisión de contárselo a la policía.  De todos modos le dijo al director que quería tener disponible todo su dinero para dentro de dos días.

 

Desde el banco, se dirigió a la comando central de policía del sector Laureles.  Dijo que se trataba de un caso importante y que deseaba hablar con el jefe.  Con eso iba a romper el pacto que había hecho con el secuestrador, incluso el acuerdo que habían hecho con su hija de no decir nada a nadie.  Confiaba en que Dios estuviera con él en esa decisión que tomaba.

Carlos contó lo ocurrido.  El jefe de policía, con dos de sus ayudantes y un tercero que redactaba en un ordenador todo lo relatado por Carlos, escuchó con atención todo el relato.  Una vez terminado, le leyeron todo cuanto había dicho para que confirmara, por último le dieron a firmar la declaración.  Terminado el trámite habitual en esos casos, el jefe empezó a preguntarle.

-Antes del secuestro, ¿había tenido alguna amenaza, alguna señal de que se pudiera producir algo así?.

-No, nada –respondió.

-¿Tiene algún enemigo, algún enfrentamiento con alguien?.

-No, ninguno. No tengo ningún problema con nadie.

-¿Tiene alguna sospecha de alguien que desee hacerle algún daño?.

-No.

-¿Tiene deudas?.

-No, si alguna vez las he tenido quedaron satisfechas.  Actualmente no debo nada a nadie.

El jefe de policía torció el gesto, en principio parecía no haber razones para que el móvil del secuestro fuera en venganza de algo, a simple vista la impresión es que se trataba de un simple secuestro para obtener dinero a cambio.

-Últimamente, ¿ha hablado con desconocidos de su situación económica, de su empresa, de que es un empresario de minería de oro?

-No, aquí en Medellín casi nadie sabe a qué me dedico, salvo mi gestor en el banco o donde hemos comprado las máquinas para la mina.

-Y sus vecinos, ¿alguno de ellos saben a qué se dedica?

-No, alguno más próximo sabe que provenimos de Zaragoza, pero nada más.  En el edificio los vecinos suelen ser licenciados,  en buena posición y poco chismosa.

-Supongo que sus familiares si que están al corriente.

-Si, ellos sí.

-¿Se lleva bien con ellos?.

-Si, lo normal. Se puede decir que no solemos hablar o vernos casi nunca.

-¿Hubo alguna vez que alguno de ellos le pidiera trabajo, dinero prestado, algún favor, que usted no se lo concedió?.

-No.  Bueno, al poco de llegar a Medellín un sobrino necesitaba algo de dinero para un pequeño negocio y yo se lo presté.

El jefe que lo interrogaba se pasó la mano por la mejilla pensativo.  De momento no veía indicios que pudieran llevarle a algún lado.

-Lo normal es que los secuestradores antes de actuar, tengan información sobre su víctima.  En este caso usted no es una persona popular, ni conocida, yo diría que es una persona discreta en su forma de vida, lo cual hace difícil pensar que los delincuentes se hayan enterado por su propia cuenta de que usted puede pagar el rescate que le piden por su esposa.  Como parece razonable pensar que ellos no le conocieran, alguien ha tenido que informales.  En estos casos, por lo general, suele ser alguien que conoce a la víctima, alguien de su entorno.  Piénselo bien, ¿sospecharía de alguien?.

Carlos se tomó unos momentos antes de contestar.

-No.  Ya he dicho que aquí en Medellín nadie conoce que tengo una mina de oro, ni tampoco si tengo o no tengo plata, hago una vida normal.  Sin embargo en Zaragoza mucha gente lo sabe, he vivido allí unos cuantos años y casi todo el mundo sabe que tengo la mina.

A continuación Carlos le explicó que le parecía sospechoso que hubieran secuestrado a su esposa justo el día que él estaba en Zaragoza.  ¿Podía ser que alguien al verle allí hubiera pasado esa información a los secuestradores?.

El jefe admitió esa posibilidad.  Era algo para empezar, pero Zaragoza era un municipio pequeño, por lo tanto los delincuentes que hubiera allí debían ser también de poca monta.  Por otra parte, no era disparatado pensar que cualquier persona de allá se hubiera puesto en contacto con el hampa de Medellín para pasar la información a cambio de recibir un dinero fácil.

Para empezar, el jefe dijo que se pondría en contacto con el jefe de policía de Zaragoza para que hiciera sus pesquisas acerca de posibles sospechosos, entretanto llegaban dos hombres que iba a enviar allí para realizar indagaciones.  Aseguró que si en informante estaba en Zaragoza, lo encontrarían.

En el relato expuesto por Carlos, había un detalle que a los policías allí reunidos les parecía significativo.  El secuestrador se había puesto en contacto con el celular de la víctima.  Eso indicaba claramente que los secuestradores no eran profesionales.  No podían ser tan estúpidos.  Estaba convencido de que los iban a atrapar, seguro que cometían más errores. 

En principio tenían algo certero por donde empezar, iban a pedir autorización al juez para pinchar el celular de la esposa de Carlos.  Con el teléfono intervenido, no sólo podían escuchar sus conversaciones  si volvía a usarlo para ponerse en contacto, sino ubicarlos en el lugar donde se encontraban.  Suponiendo que el secuestrador cuando llamara estuviera junto a Brenda, sabrían donde se encontraba retenida.

-No se preocupe, don Carlos –dijo el jefe de policía para darle ánimos-,  a estos tipos los vamos a agarrar.

-No deben saber que se lo he contado.

-Si, por supuesto, tomaremos medidas para que esto se mantenga entre usted y nosotros, para no levantar sospechas de que estamos al corriente de la situación.  Ahora atiéndame a las instrucciones que le voy a dar.

Tanto Carlos como el jefe de policía, estaban plenamente de acuerdo que era fundamental que los secuestradores no sospecharan que había acudido a la policía a denunciar el secuestro. Debían evitar eso porque no sabían cuál podía ser su reacción, y ante todo debían preservar la seguridad de Brenda. 

El jefe le dijo que iba a asumir el caso bajo su responsabilidad y, junto con el inspector que iba a encargarse de las investigaciones, expusieron la estrategia a seguir. Carlos debía aceptar las condiciones impuestas por los secuestradores, pero no debía hacerlo de inmediato, es decir, tenía que retrasar el acuerdo para darle tiempo a la policía de encontrar a los secuestradores y estudiar la actuación a seguir a partir de ese momento.  De manera que debía darles la confianza de que iba a pagar, pero tenía que intentar negociar una cifra menor.  Debía sacarles excusas creíbles de la imposibilidad de reunir la suma exigida, al menos en tan poco tiempo.  Se trataba de demorar el trato.  Mientras tanto la policía podía ganar tiempo, evaluar la reacción de ellos, valorar a qué clase de delincuentes se enfrentaban y saber hasta qué punto podían ponerles presión.  De momento lo importante era que  creyeran que Carlos estaba dispuesto a pagar, a hacer el trato con ellos sin decir nada a nadie.

Carlos siguió allí recibiendo instrucciones hasta que quedó claro la pauta que iban a seguir.  Viendo que se iba a retrasar en reunirse con su hija Nely, desde allí mismo la llamó para saber cómo estaba y decirle que no iba a poder ir a comer a casa, que llegaría en la tarde.  Tendría que procurarse ella misma algo de comer sin salir a la calle, le pidió que no saliera de la casa y la mantuviera bien cerrada.

Nely acató todo lo que le dijo su padre.  Se le estaban haciendo las horas muy largas, se encontraba profundamente abatida y con mucho miedo por lo que le pudiera ocurrir a su madre.  Sabía que muchos casos de secuestro se habían resuelto entregando el dinero, le pedía a Dios que esta vez se solucionara así también, para que su mamá no corriera ningún riesgo. 

Se sentía muy sola, esperando con ansiedad el regreso de su padre y las noticias que tuviera que darle. 

Después del mediodía sonó su celular.  No pensaba hablar con nadie, pero miró a ver quién era.  Era su novio.

Dudó qué hacer, pero al fin contestó.

¿Aló?.

-Hola amor, ¿Cómo estás? –escuchó al otro lado.

Nely tenía un nudo en la garganta que le hacía difícil hablar.

-Más o menos –respondió.

-Bueno, luego me lo cuentas, hoy en la tarde no trabajo en el gimnasio, ¿qué te parece si nos vemos?.

Nely no pudo contenerse y rompió a llorar.

-Pero mi amor, ¿Qué te ocurre?

Nely se mantuvo unos instantes llorando sin responder.

-Por favor amor, cuéntame qué te ocurre –insistió él.

-Una desgracia terrible –dijo por fin sin dejar de llorar.

-¿Y cómo así?, ¿te pasó algo?.

-No, a mi no.  Secuestraron a mi mamá –dijo, aumentando el llanto.

Se hizo unos segundos de silencio entre ambos.

-¿Pero es seguro que la secuestraron?.

-Si, llamaron los secuestradores, han pedido un rescate.

-Imagino que tu papá se lo habrá contado a la policía.

-No, no. No hemos dicho nada. Eso podría poner en peligro a mi mamá si se enteran.

-Entonces, ¿qué piensa hacer tu papá?, ¿va a pagarles?.

-Si, aunque han pedido mucha plata, creo que no tiene tanta.  Esta mañana ya fue al banco a ver cuánto puede disponer.

-Si, la vida de tu mamá es lo más importante.  Amor, ¿qué puedo hacer yo?

-Nada.

-¿Estas en casa?, ¿voy para allá para estar contigo?.

-No, no.  Mi papá me ha dicho que no hable con nadie, que no vaya a ninguna parte, debo estar sola aquí.

Verdaderamente a Nely le habría gustado tener el pecho de su novio a su lado para refugiarse en él. Hablando había podido desahogarse, pero si hubiera podido tenerlo a su lado le habría dado más fuerza en esos momentos.  Sin embargo era imposible verse, menos allí, en la casa, sabiendo que sus padres no lo aceptaban.

 

 

El secuestrador había dejado a su víctima bien atada en la casa y pasó buena parte del día fuera. Únicamente le había dejado un botellín de agua a su lado en el suelo con una paja y un orificio en la cinta que le cubría la boca para que pudiera introducir la paja y tomar el agua cuando tuviera sed.

De regreso a la casa con su víctima, decidió hacer una llamada a su mujer mientras iba conduciendo.  Iba a usar su celular, pero no debía quedarle mucho crédito y pensó mejor en usar el de la mujer secuestrada, ella seguro que tenía crédito ilimitado.  De modo que conectó el teléfono, en la mañana la mujer le había dicho cuál era el número pin para conectarse.

-¿Aló?-

-Hola hermosa.

-Óigame, ¿usted recuerda que tiene una mujer y una casa? –preguntó ella con evidentes muestras de enojo al reconocer la voz de su marido.

-Claro que si, pero ya le dije que estoy con un asunto importante.

-Usted me cansa con sus mentiras.

-No le miento, es un negocio que me cayó en las manos.

-¿Entonces qué negocio es ese?.  Usted anda por allí con alguna mujer, a mi no me engaña.

-Un negocio que nos puede dar mucha platica.  Ya verá cuando llegue a casa, le voy a comprar todo lo que se le antoje, nos vamos a ir a pasear a las mejores playitas y los mejores hoteles.  La vamos a pasar muy bien usted y yo.

-Usted es un huevón, ahora si que no le creo nada.

-Que si mujer.  Espere unos días más y le llevo billetes pa cubrirla.

-Uy, si es verdad, eso no puede ser nada legal. A ver si lo llevan preso.

-No se preocupe, está todo bajo control.

-Dígame, ¿en qué anda ha metido?.

-Eché la red y pesqué una buena pieza.  El marido de la pieza es un platudo (en Colombia, hombre con mucho dinero) y me va a pagar mucha platica pa recuperarla.

-¿Dónde la tiene?.

-En una casita de alguien que conozco, no está en Medellín y me dejó la llave pa que se la cuide.

-Si lo descubre la policía, lo llevan preso.

-No, el hombre va a pagar, y después se acabó la historia.

-¿Cómo está tan seguro de que va a pagar?, ¿y si llamó a la policía y los están buscando?.

-No, no llamará. Él va a pagar, fíjese que sé que hoy en la mañana estuvo ya en el banco para preparar la plata.

-Bueno, si es así. ¿Y qué va a hacer luego con la mujer?.  Cuando vuelva con su marido, si le ha visto el rostro a usted ella lo va a reconocer.  Si la policía lo descubre va derechito a la cárcel.

-Ya me encargaré de que no se vaya de la lengua.  No se preocupe mujer, tenga paciencia, que pronto la plata de ese hombre nos va a venir pa nosotros.

-Entonces, si está tan seguro, hágale pues.  Pero ya puede traer esa platica a casa cuando venga, si no, ya le digo yo que usted no entra.

Él echó a reír.

Terminaron de hablar y el secuestrador apagó de nuevo el celular.

 

 

Carlos llegó a su casa en la tarde, la policía ya había empezado sus investigaciones, por un lado iban a rastrear Zaragoza en busca de un posible informador, como era un lugar pequeño no parecía muy difícil dar con algún sospechoso.  Por otro lado, ya habían puesto en marcha el operativo en Medellín, extendiéndolo a todas las comisarías de la ciudad y con la consigna de hacerlo con la máxima discreción para que los secuestradores no tuvieran conocimiento de que el asunto estaba en manos de la policía.  Era importante hacerles creer que Carlos iba a pagar el rescate. El jefe de policía le había dado muchas esperanzas de poder coger a los secuestradores, tenía la intuición de que no eran profesionales, sino gente que había visto la oportunidad de sacar mucha plata con esa actuación.  Aunque lo cierto es que había que tener en cuenta que todos los criminales podían ser muy peligrosos.

 La labor que la policía le había encargado era que la próxima vez que lo llamaran debería aguantar la llamada lo más posible, intentando negociar el precio a pagar, ofreciéndoles la plata, pero menos.  Ellos escucharían la conversación y podrían aconsejarle.  De momento, para no levantar sospechas por si le tenían vigilado, Carlos regresó sólo a su casa, pero ya habían convenido una hora para que descendiera al garaje del edificio,  abriera la puerta desde dentro y entrara una unidad de la policía que iría de paisano en un coche camuflado.  Además de brindarles protección, les guiarían los pasos a seguir en el desarrollo de la operación.

Su hija Nely lo abrazó al verlo entrar en la casa.  Estaba ansiosa por saber noticias.  Carlos la puso al corriente de todo, primero su visita al banco, después su decisión de ir a la policía, creyendo que era lo más conveniente.  Finalmente pensó que con su ayuda podían solucionar mejor la situación.

-Pero si los secuestradores se enteran, podrían hacer daño a mamá, podrían matarla –dijo ella sin esconder el pánico qué sentía.

-No mi hijita, no te preocupes, los secuestradores no se van a enterar, la policía sabe lo que se hace.  De todos modos nosotros vamos a pagar ese rescate, lo más importante es tener de vuelta a casa a tu mamá, luego ya quedará en manos de la policía para atraparlos.

Guardaron silencio, a ambos se les hacía un nudo en la garganta.  Se sentían sin fuerzas por el miedo y la incertidumbre.

-Espero que no habrás hablado de esto con nadie, que no llamaste a tus tías de Zaragoza ni a nadie más.

-No, no, papá.

-¿Recibiste alguna llamada?

-No, tampoco –dijo mintiendo.

Sabía que ni a su padre ni a su madre les gustaba su novio, no lo veían adecuado para ella.  Pero no pudo aguantar la mentira, terminó confesándolo.

-Si, bueno, tuve una llamada.

-¿De quién?

-Mi novio.

Carlos arrugó el entrecejo.

-¿No le habrás dicho nada?

Ella bajó la cabeza.

-Se dio cuenta que estaba mal, me preguntó, no iba decirle nada, pero no pude.

-¿Le dijiste lo de tu mamá?.

-Si. Lo siento papá –dijo Nely echando a llorar implorando perdón.

Carlos estaba enojado con su hija, pero trató de no mostrar demasiado el enfado que sentía.

-Mi vida, quedamos en que no había que decir a nadie nada de esto, tenemos que velar por la seguridad de tu mamá.

-Si, papá, lo sé.  Pero no pude aguantarme, quería que nos viéramos hoy.  Entiéndelo, estaba sola, tenía miedo, necesitaba desahogarme con alguien.

-Esta bien, esta bien –dijo él para calmarla-, ya está.  En lo sucesivo no vuelvas a hablar con nadie más, no contestes ninguna llamada.  Mejor, apaga el celular.

Ella le obedeció, cogió su teléfono y lo apagó.

En ese momento Carlos recibió una llamada en el suyo. Lo miró con avidez. No, no provenía del teléfono de su esposa.

-¿Aló?.

-¿Don Carlos?.

-Si, yo soy.

-Soy el inspector que lleva su caso. Tengo noticias para usted.  El juez nos dio la autorización para pinchar el teléfono de su esposa, hemos interceptado una llamada desde ese teléfono que hizo el secuestrador.

El inspector hizo una pequeña pausa.

-No se pudo ubicar con exactitud de qué lugar procedía la llamada, pues el sujeto estaba en movimiento, creemos que estaba en un carro conduciendo dentro de la ciudad. Luego apagó el terminal y lo perdimos.  Pero ahora sabemos cosas interesantes.

-Dígame, ¿qué es lo que saben? –preguntó Carlos con ansiedad.

-Sabemos que está casado, al menos que vive con una mujer.  Tenemos el número al que realizó la llamada, pero ese número es de prepago, no está a ningún nombre.  Ubicamos al terminal que recibió la llamada, en ese momento se encontraba junto al metro de Acevedo, no sabemos si iba a tomarlo o acababa de descender de él, pero suponemos que el secuestrador pueda vivir en esa zona con su mujer. 

El inspector se tomó otro pequeño respiro.

-Tenemos otro dato importante.  Creemos que el secuestrador actúa solo.

-¿Cómo lo saben?.

-Eso parece después de escuchar la conversación que mantuvo con su mujer.  Siempre se refirió en primera persona como responsable, no mencionó a nadie más ni se deduce por lo que dijo que tenga otros compinches.  Estamos seguros que es un tipo que actúa en solitario.

-¿Qué van a hacer ahora?.

-Sabemos que se encuentra en algún lugar de Medellín, que él es el único que debe vigilar a su esposa, que si sale a la ciudad debe dejarla sola en el lugar donde la tiene retenida, a la mujer con la que habló le contó que tenía a su víctima en una casita de un conocido que estaba ausente de la ciudad.  Intuimos que pueda encontrarse en algún barrio de los cerros que rodean Medellín, quizá en Santo Domingo, aunque el terminal por el que hablaba se localizó en torno al estadio, muy cerca de Laureles.  De momento vamos a estar alerta a la próxima llamada que haga, si la hace desde el lugar donde tiene a su mujer retenida, es nuestro.  Y si hace la llamada en otra parte, circulando en un carro, esperemos que tengamos el tiempo suficiente para localizar el punto exacto donde está y mandar la patrulla más cercana en su busca.  Entre tanto vamos a seguir con las investigaciones intentando cerrar el círculo para dar con la identidad del tipo.  Algo importante a nuestro favor, es que no parece que tenga la menor sospecha de que nosotros estamos buscándole.  Por lo que manifestó en la conversación, está seguro que usted va a pagar el rescate.  Tenemos que seguir haciéndole creer que es así, que usted va a pagar, que es un asunto a arreglar entre los dos, sin la policía.   Sólo es una cuestión de tiempo que demos con él, por eso cada vez que lo llame debe aguantar lo más posible la llamada.

Carlos asentía, por lo que le decía el inspector, era un buen avance, sólo quedaba poder localizar al tipo.  Si verdaderamente actuaba solo debería ser más fácil atraparlo, aunque si la policía lo descubría mientras tenía a su esposa en su poder, quién sabe cuál podía ser su reacción.  No sabían a qué clase de criminal se enfrentaban, le comentó al inspector.  Él lo tranquilizó, le dijo que actuarían con cautela y siempre anteponiendo la seguridad de su esposa.  Le aseguró que lo iban a atrapar, que iban a liberar a Brenda, sólo era cuestión de tiempo.  Claro que evitó mencionar un detalle importante de la conversación interceptada, omitió comentar que el secuestrador le había dicho a su mujer que ya se encargaría él de que su víctima no se fuera de la lengua.  Eso tenía pocas interpretaciones, en cualquier caso, era un mal augurio en si mismo.

 

El secuestrador puso rumbo a la casita donde tenía retenida a Brenda.  En el camino se detuvo en una tienda autoservicio a comprar algunas provisiones, al lado había un sitio de hamburguesas y platos combinados, aprovechó para cenar y tomarse un par de cervezas.  Mientras cenó repasó en su cabeza cómo estaba la situación.  Los vecinos de la casa donde tenía a su rehén sabían que él estaba allí, tener el coche aparcado a unos cuantos metros en un lugar donde nadie lo tenía, era una evidencia, aunque seguramente ya lo habrían visto antes, cuando el dueño de la casa estaba fuera de la ciudad ya había llevado allí a alguna mujer.  Creía que no lo habían visto llegar con su víctima, lo había hecho de noche para aprovechar la oscuridad que reinaba allí, pero en todo caso si alguno lo vio debió pensar que debía ser otra de las mujeres que se llevaba para pasar la noche con ella.  Por otro lado,  para justificar su ausencia en el trabajo, por la mañana había llamado para decir que se encontraba enfermo.  Con su mujer tampoco había problema, le tuvo que contar el asunto que le obligaba a estar fuera,  ella no sólo le había creído, sino que le daba su conformidad si a cambio de vuelta le llevaba la plata que le había prometido.  Y lo más importante, el esposo estaba dispuesto a pagar.  Había que ver si pagaba todo lo que le había pedido, pero lo esencial es que pronto tendría en sus manos mucho dinero.

Todo parecía ir bien.  Sólo había un cabo suelto que aún no tenía resuelto y que su mujer le había recordado.  Si todo iba conforme lo previsto y el esposo pagaba, la sacaría de la casa y la depositaría en algún lugar después de estar seguro que la policía estaba fuera de la operación.  Sería difícil que volvieran a verse las caras, pero su mujer tenía razón, ella le había visto, lo conocía, podía reconocerlo si más adelante la policía investigaba y llegaba a dar con él.  Es cierto que aunque la mujer diera su descripción había miles de hombres como él en Medellín, no tenía nada en especial que lo identificara.  Ella no sabía dónde estaba y en el momento de abandonar la casa tampoco se iba a dar cuenta, por lo tanto nunca llegaría a saber dónde estuvo retenida. Pero quien sabe si por algún detalle que en ese momento se le escapaba, la policía llegaba a identificarlo.  Estaba jodido.

Después de terminar la cerveza subió al coche.  Ya había anochecido.

Aparcó frente al sendero que ascendía a la casa, cogió las provisiones y subió.  Encontró a Brenda tendida en el suelo tal y como él la había dejado, atada de pies y manos y amarrada a un gancho que había clavado en la pared.  Tenía mal aspecto, el botellín de agua estaba vació en el suelo y su falda se había vuelto a manchar de orines.  En el rostro se le notaba que había estado llorando. Por un momento sintió pena por ella.

Mientras sacaba las provisiones de las bolsas, le hizo un gesto con una botella de agua para preguntarle si quería beber.  Ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza.  Desenroscó el tape, le puso una pajita y la acercó a su boca, él mismo la introdujo en el agujero de la cinta para que absorbiera el agua.

-¿Tiene hambre, doña? .  Si, pues como no –se contestó él mismo-, lleva todo el día sin comer.

Ella no emitió el menor gesto.  Le dolía el cuerpo y el alma.

-Mire doña, todo va bien, su esposo está dispuesto a pagar, me lo ha dicho.  Ya fue al banco para preparar la plata, así que seguramente esta semana todo quede arreglado.  Su esposo la tendrá a usted y yo tendré su dinero.  No se preocupe, si su marido y usted hacen lo que digo, nadie sufrirá daño.

Ella alzó la vista para mirarlo. En su mirada no había odio, desprecio, rabia o sentimientos parecidos, sólo había miedo.  No sabía dónde estaba, pero intuía que no habían salido de la ciudad, al estar amarrada no pudo  moverse del suelo, pero durante el día le había llegado alguna voz, alguien vivía ahí fuera.

-Mire, para celebrar que todo va por buen camino, le puedo dar algo de comer, no quiero que luego su esposo me responsabilice de que la hice pasar hambre –dijo riéndose-.  ¿Qué dice?.

Ella evidentemente no podía decir nada, tenía la boca tapada.

-Si me promete que va a estar callada, que se va a portar bien, le puedo quitar la cinta de la boca y desatarle las manos para que pueda comer.

Ella hizo un gesto asintiendo con la cabeza.

-Pero recuerde bien, no quiero oír ni el menor ruidito, ni una palabra, usted seguirá muda, de lo contario me enfadaré mucho y eso no le conviene.

-Ella volvió a asentir.

El secuestrador despegó la cinta de la boca.  Brenda sintió un gran alivio, abrió la boca para aspirar profundo, pero siguió callada.

-Muy bien doña.  Ahora le voy a desatar las manos para que pueda usarlas, aunque le voy a dejar los pies atados, porque los pies no los necesita para comer, ¿verdad? –dijo riéndose de nuevo.

Cuando le dio la comida, Brenda la tomó en sus manos y empezó a comer pausadamente.  Tenía el estómago vacío, pero no tenía hambre.  Sentía una extraña sensación entre dolor y amargura.

Cuando tuvo suficiente y dejó la comida, su secuestrador le dijo que iba a ponerle de nuevo la cinta en la boca, y más tarde, antes de dormir, le volvería a atar las manos.

Brenda sintió un ataque de angustia, enormes deseos de gritar. No se pudo contener, era su oportunidad si alguien podía oírla. Estalló pidiendo auxilio a gritos.

Él se abalanzó sobre ella y la golpeó fuerte en el rostro.  Brenda se encontraba sentada en el suelo, el golpe la hizo doblarse y caer tendida al suelo.  Él siguió dándole golpes con el pie en la cabeza.

-¿Qué le dije?, ¡eh!, ¿qué le dije?.  Le dije que estuviera callada, ¡zorra!.

Le dijo mientras la golpeaba sin piedad, pese a que Brenda ya había perdido el conocimiento.

 

 

La segunda noche Carlos tan apenas pudo dormir, la inquietud y el temor que sentía no lo dejaban.  A las siete de la mañana ya estaban reunidos él y su hija en el salón, esa mañana acompañados por dos policías que habían pasado la noche en la casa.  Carlos tenía previsto volver al banco para hablar de nuevo con el director, tenía que saber de cuánto era el máximo de dinero que podía disponer para ese mismo día.  Pero antes esperaba la llamada del secuestrador.

A las nueve sonó el teléfono de Carlos.  Era él, y volvía a llamar con el celular de Brenda.  Los investigadores que estaban con ellos alzaron los pulgares, era bueno que siguiera usando ese teléfono.

-Buenos días patrón, ¿ya reunió la plata que le dije?.

-Ya dejé instrucciones ayer en el banco para eso, pero es mucho dinero para reunir en un día.  ¿Cómo está mi esposa?.

-Ella está bien.

-¿Puedo hablar con ella, aunque sólo sea escuchar su voz?.

-Lo siento, ahora desde donde le hablo no se puede poner.

-Necesito saber que está bien.

-No se preocupe, mientras usted haga lo que le pido, ella seguirá bien. Todo depende de usted.  Cuanto antes pague, antes podrá verla.  Eso sí, manteniéndose alejado de la policía, si ellos intervienen en esto, no volverá a ver más a su esposa. ¿Me entiende?.

-Si, entiendo.

-Todavía no me ha dicho si tiene la plata lista.

-Tengo que volver al banco, están haciendo todo lo posible para que pueda disponer del dinero, en principio sólo hay disponible unos sesenta millones, el resto está invertido, hay que vender, hacer cancelaciones, se trata de varias gestiones que no son rápidas, llevan su tiempo.  Aún así, ya le dije que no me alcanza tanta plata.

-A mi no me engaña con esas, patrón.  Escuche, le dí dos días para reunir la plata, hoy ya estamos en el segundo día.  Sólo le queda hoy para acabar el plazo que le dí.

-Oiga, tiene que entender, la plata no está en mi casa, ni siquiera está en el banco, la mayor parte está invertida y eso no se recupera en uno o dos días.  Si quiere ya la plata, todo lo que puedo darle son sesenta u ochenta millones, si quiere más, hay que esperar, entienda que no depende de mi.

El policía que escuchaba al lado de Carlos le hizo gestos afirmativos con la cabeza.

-Tendrán que esforzarse más en su banco si usted quiere volver a ver viva a su esposa.  Para mañana tiene que tener la plata, no habrá más plazos.

El policía le hizo gestos con su mano para que siguiera manteniendo la conversación.

-Por favor, déme un par de días más.  Tanto yo como el banco estamos haciendo todo lo que hay que hacer.

-Mañana le volveré a llamar, si no tiene la plata, será la última vez que hablamos

El secuestrador cortó la llamada y a continuación desconectó el teléfono.

Carlos quedó con más preocupación de la que ya tenía, el secuestrador no parecía querer renunciar a un solo centavo de lo que había exigido.

Los policías recibieron una llamada de su jefe en la central, habían podido ubicar al tipo, pero lamentablemente no debía estar en el sitio donde retenía a su víctima, sino circulando en un coche dentro de la ciudad, junto a miles de otros coches a esas horas.  En realidad, no parecía tan estúpido como creyeron en un principio.

 

El día anterior Carlos regresó al banco después de hablar con la policía.  Había sido claro con las instrucciones para ejecutar cuanto fuera necesario y recuperar todo su capital.  No podía esperar más para volver de nuevo allí.

Ahora iría acompañado por los dos policías que estaban con él.  Para prevenir riesgos de ser descubiertos, establecieron una sencilla estrategia, saldrían por separado del garaje y entrarían por separado en el banco.

Sentado frente al director en su despacho del banco, Carlos quiso saber cómo estaba el resultado de las operaciones para recuperar su dinero.  El director le dijo que iba bien, pero quizá no con la rapidez que él necesitaba.  Siguió haciendo llamadas de teléfono, preguntando a sus gestores, exigiendo máxima dedicación y prontitud en las gestiones.  Lo único que podía asegurarle, es que ese día no estaría disponible todo su capital.  Por otra parte, aún reuniéndolo todo, sólo podría disponer de unos ciento cincuenta millones, le faltarían cien para llegar a la cifra exigida.

Carlos le dijo que lo necesitaba para el día siguiente.  El director se puso a hacer cuentas, a sumar cantidades, para poder responderle que al día siguiente lo más posible es que sólo pudieran disponer de unos cien millones.  Para llegar a la totalidad, necesitarían un par de días más.

Carlos no sabía hasta qué punto el secuestrador sería inflexible con el plazo, aunque confiaba que por un solo día más podría esperar.  Sin embargo seguiría sin tener toda la cantidad.

Regresaron a casa con la promesa del director de seguir haciendo todo lo posible, ya sabía que el dinero era para pagar un secuestro, por lo tanto era un asunto de extrema importancia.

La policía proseguía con sus investigaciones, le habían asegurado que darían con él, entonces esperaba poder tener noticias sobre su localización y captura.  En el banco estaban dedicados plenamente en las gestiones para recuperar el dinero distribuido en diferentes inversiones, en cuanto todo estuviera listo lo iban a llamar.  Y claro, esperaba también la nueva llamada del secuestrador.  Entre tanto le quedaba mucho tiempo para pensar.  Pensaba en su esposa, en dónde se encontraba, en qué condiciones estaría, si verdaderamente se encontraba bien.  Por otra parte, existía otra preocupación, aún reuniendo todo el dinero no sería suficiente. ¿Qué hacer?, ¿pedir un préstamo?, ¿hipotecar la mina?, ¿quizá pedirle ayuda a su socio?.  Cuando más tarde lo llamó el jefe de la policía para que siguiera manteniendo su fe en ellos, Carlos le trasladó sus inquietudes.  El policía le dijo que eso podían dejarlo para lo último, por un lado primero dar tiempo para ver si podían atraparlo antes, por otro intentar convencerlo que no había más plata, confiaba en que podría conformarse con los ciento cincuenta millones antes que nada.  Si aún así ninguna de las dos cosas daban resultados, se podía pensar como última alternativa en sacar dinero prestado.

 

El segundo día fue también un día muy largo para Carlos, y la noche también lo fue, tan apenas logró conciliar el sueño unas tres horas.  Se cumplieron las primeras tres noches sin Brenda.

La esperada llamada del secuestrador llegó a su hora por la mañana. Todos estaban pendientes, Carlos, Nely y los investigadores de la policía.

-Buenos días patrón. Espero que hoy tenga buenas noticias, sabe que se le acabó el plazo.

Carlos había recibido instantes antes una llamada del director del banco para informarle.

-Si, lo sé –respondió-.  Hace poco hablé con el banco, me han dicho que después de calcular las penalizaciones por cancelar alguna inversión, todo lo que me va a quedar son como ciento cincuenta millones.  Eso lo puedo tener hoy, me ha dicho, pero en la tarde.

Se hizo un breve silencio.

-Sabe que ese no es el trato, el trato son cien millones más.

-Si, pero no los tengo,  tiene que creerme.

-Usted tiene una mina de oro, eso rinde mucha plata.  No me venga con que no tiene el dinero.

-Es la verdad, quien le haya dicho que puedo tenerlo le ha informado mal.  Es cierto que la mina va bien, pero es pequeña y tan apenas terminamos de amortizar la inversión, además de otros gastos personales.  No hemos tenido tiempo suficiente para reunir toda la plata que me está pidiendo.

El secuestrador se quedó en silencio, dudando si Carlos le decía la verdad o simplemente trataba de rebajar el precio del rescate.  En ese breve intervalo, el investigador que se encontraba al lado de Carlos y escuchaba la conversación, le hizo un gesto afirmativo alzando su pulgar.

-Si la mina rinde bien, entonces saque un préstamo.  Seguro que en el banco se lo van a dar.

-Si, puedo pedirlo, aunque así necesitaré más tiempo.

-¿Cuánto?

-No lo sé, pero no creo que lo aprobaran en un día.  Los bancos no dan un crédito con sólo pedirlo.

-¡Entonces pídalo! –dijo el secuestrador perdiendo la calma- Le doy un día más para que tenga listo todo el dinero.  Si trama algo, tenga la seguridad que no volverá a ver viva a su esposa.

Acto seguido el secuestrador cortó la llamada y volvió a desconectar el teléfono.

 

La policía seguía sus investigaciones, sin embargo no había conseguido más avances, y lo más importante, no había podido localizar al secuestrador aún teniendo intervenido su teléfono.  Otra vez había hablado circulando en su coche por el centro de la ciudad, esta vez en otro sector.  Todas las unidades móviles de la policía estaban alerta, pero a no ser por un golpe de suerte era muy difícil descubrirlo.

En el pueblo de Zaragoza no habían encontrado nada, ni siquiera un posible sospechoso a quien interrogar, la policía allí no había observado ningún movimiento nuevo o extraño de nadie.  Se centraron pues en la delincuencia de Medellín, estaban seguros que se trataba de delincuentes comunes, seguramente con poca experiencia en ese tipo de actos delictivos, si bien las discretas investigaciones de sus agentes no habían hallado la menor pista. Ni siquiera sabían cuantos secuestradores podían integrar el grupo, en principio pensaron que tal vez era solo una persona, aunque resultaba raro que fuera así,  también extrañaba que el interlocutor se encontrara dando vueltas en la ciudad cada vez que llamaba y dejara sola a su víctima en el lugar donde la retenía. Tampoco conocían  a qué tipo de delincuentes se enfrentaban, lo peligrosos que podían ser o cuales eran sus verdaderas intenciones.  Si no conseguían dar con ellos antes, lo único que les quedaba era poder atraparlos en el momento de la entrega del rescate.  Algo muy delicado, sobre todo por la seguridad de la víctima.

 

El secuestrador aparcó el coche.  Estaba inquieto, el nerviosismo se agudizaba cada vez.

Miró a su alrededor, todo estaba tranquilo, había salido del centro y se metió en el aparcamiento del centro comercial que había en la carrera 65, junto a la estación de metro Suramericana.  Descendió y se metió en el centro comercial.  Su mujer empezaba a impacientarse, ya llevaba tres días sin volver a su casa.  Él le decía que tuviera un poco de paciencia, su plan era regresar con la plata en sus manos.  También él empezaba a impacientarse. 

Llevaba consigo los dos teléfonos, ambos los tenía apagados, se preguntó qué hacer con ellos cuando acabara con eso.  Estaba claro que debía deshacerse del teléfono de su víctima, y por su seguridad creyó que debería hacer lo mismo con el suyo, al fin y al cabo si todo salía bien pronto tendría mucho dinero para comprarse un teléfono nuevo y mejor.  Incluso le llevaría otro nuevo a su esposa para que lo sustituyera por el que tenía.  No podía dejar de pensar en todo lo que podría hacer en cuanto tuviera todo el dinero del rescate.  

Al pasar delante de las tiendas en el centro comercial se fijaba en su interior, veía multitud de cosas que pronto podría comprar.  Pensaba que si nada se torcía, en breve tendría a su alcance lo que deseara.  Mentalmente hizo un repaso de cosas que pensaba comprarse.  Una de las prioritarias sería un coche nuevo, no demasiado lujoso, pero uno bueno.  En cuanto al trabajo, dudaba si continuaría en él o lo dejaría, aunque con el dinero que iba a conseguir podría establecerse por su cuenta, tener su propio negocio. 

Si, eso le encantaría, se dijo para sí mismo.  Además, con plata, sería fácil tener otras mujeres, pensó dejando escapar una ligera sonrisa.

 

 

Sin resultados, a Carlos el tiempo que pasaba se le hacía más angustioso cada vez.  Las horas en su casa se eternizaban con la espera.

Había pasado la cuarta noche.

Tal como había sucedido los días anteriores, el teléfono volvió a sonar sobre la misma hora. 

-¿Aló?.

-Buenos días patrón.  Ya se le agotó el tiempo extra que le dí.  Espero que tenga la plata.

-Si, si. Ya dispongo de toda la plata.

-¿Los doscientos cincuenta?.

-Ya le dije que todo el capital que podía reunir son ciento cincuenta millones.

-Veo que usted no se ha tomado en serio lo que le he dicho, patrón.  Creo que voy a tener que darle una prueba de que esto no es un juego, de que esto va muy en serio.  Mañana va a recibir algo de su esposa para recordarle que debe darse más prisa en reunir la plata.  ¿Qué le parece un dedo?, ¿o le parece mejor una oreja?

Carlos se estremeció.

-¡No, por favor! –exclamó- ¡No haga eso!

-Usted me va a obligar.

-Entienda que no depende de mi, yo ya he recuperado toda la plata que dispongo. Toda –recalcó-.  Pero usted me está pidiendo más de lo que tengo.

-Ya le dije que si eso es así, debería haber pedido prestado.

-Ya lo hice.

-¿Entonces?

-Fue ayer en la tarde, esto no es cuestión de pedirlo y pasar por caja a recoger el dinero.  El director no puede concederlo, me dijo que tendría hoy la respuesta.

-Entonces podemos decir que la vida de su mujer depende del banco, si le prestan la plata o no.

-Le puedo dar hoy mimo los ciento cincuenta millones si quiere.

-Eso no es suficiente.

-Entonces no puedo hacer otra cosa que esperar.  Por favor, déme un día más.

-Si el banco no le presta, no hay solución.

-Si, hay otra posible solución.  Puedo venderle mi parte de la mina a mi socio.  Estoy seguro que él la compraría.

Se hizo un breve silencio.

-Voy a creerle que es así, le voy a dar una oportunidad más, pero para que se esfuerce en conseguirlo, si mañana cuando le llame todavía no tiene toda la plata, le mandaré un paquetito de parte de su esposa. ¿Me entiende?.

El secuestrador no esperó por la respuesta, cortó la llamada y apagó el teléfono.

Carlos quedó verdaderamente asustado.  Lo creía.

 

 

Nuevamente faltó suerte, los investigadores podían ubicar el terminal, el lugar desde donde estaba realizando la llamada, pero no era un lugar concreto, seguía un recorrido por diversas calles de la ciudad, es decir, como sucedía otras veces, debía llamar mientras iba conduciendo su coche.  Y el tiempo de la llamada era demasiado corto para conseguir cercar el terminal en un punto concreto y poder identificarle.  Se les estaba escapando otra vez.

 

El secuestrador se sentía nervioso, el momento cumbre se acercaba.  

Dudaba sobre la veracidad de que Carlos no dispusiera de más de ciento cincuenta millones, la información que tenía sobre él era de primera mano. Tenía una mina de oro, era un hombre rico, para cualquier hombre rico esa cantidad no significaba mucho.  A no ser, claro, que le hubieran exagerado o mentido.

Dudaba sobre qué iba a hacer al día siguiente si él le decía que no le prestaban, que no tenía más plata para darle. ¿Debía conformarse o seguir adelante hasta conseguirlo todo?.

Desde luego ciento cincuenta millones no estaba mal, también podía hacer muchas cosas, además se encontraba impaciente por terminar con eso, creía que cuanto menos tiempo durase el asunto más fácil de que terminara bien para él, en cambio si se alargaba, se podía complicar.  Pero por otra parte, si ya se había metido en la mierda del secuestro, si la cosa salía mal le iba a caer lo mismo por ciento cincuenta que por doscientos cincuenta.

Empezó a repasar mentalmente lo que tenía organizado.  Si al día siguiente cuando lo llamara no tenía toda la plata, había dos opciones: o aceptarlo o enviarle como había dicho algo de su esposa, quizá el dedo donde llevaba puesto un anillo, para que eso le hiciera poner más empeño.  Y si le decía que lo tenía todo, entonces era el momento de poner en marcha el plan para la entrega del dinero.

Sacó su teléfono, tenía que llamar a su mujer para calmarla, también ella se encontraba cada día más impaciente y brava con él, pero ya estaba más cerca el momento de volver a casa y hacerlo con mucha plata.  Estaba seguro que eso la iba a apaciguar por mucho tiempo.  Al encenderlo se dio cuenta que tenía varias llamadas del lugar donde trabajaba, seguramente su jefe le estaba llamando para preguntarle cuándo iba a volver al trabajo.

 

El inspector encargado de llevar las investigaciones del secuestro, fue en la tarde  con su equipo a la casa de Carlos para reunirse con él.  A esas horas el banco todavía no le había dado respuesta respecto al préstamo.

Tenían que tomar una determinación.  Ninguna de las averiguaciones había dado el resultado esperado, habían pensado que sería una presa fácil de atrapar, pero por el momento, después de cinco días, ni siquiera sabían de quién podía tratarse.  Únicamente conocían su voz y algunos detalles más, pero insuficientes para llegar hasta él y atraparlo.  Les quedaba la última opción: apresarlo en el momento de la entrega del dinero.  Y en eso precisamente había decidido el inspector que iban a centrarse a partir de ese momento. A su favor, aunque sólo aparentemente, tenían que el secuestrador aún no sospechaba que la policía estuviera detrás del caso, al menos no debía saberlo, aunque seguramente si tendría desconfianza, era lógico.  Parecía ser que actuaba solo, algo extraño, pero aún así posible, y de ser así eso facilitaría mucho tanto su captura como el rescate de Brenda.

El inspector estuvo dando explicaciones a cada uno, en especial a Carlos, de lo que debía hacer al día siguiente en cuanto recibiera la llamada del secuestrador.  Había decidido jugárselo a la carta de la entrega del dinero.  Desde el primer día no había habido más pruebas de vida de Brenda, no se sabía en qué condiciones se encontraba y, si después de satisfecho el rescate, cumpliría el secuestrador con su palabra de devolverla sana y salva.  El inspector sabía bien que la palabra de un criminal no era garantía de nada.  Estaba pues decidido a actuar.  Tuviera o no todo el dinero, le dijo a Carlos que cuando volviera a llamar le contestara afirmativamente, para que el secuestrador fijara la hora y lugar del encuentro para hacer la entrega.

 

Al día siguiente amaneció el día claro y con sol.  El secuestrador no durmió mucho esa noche, intuía que se acercaba el momento clave del asunto y eso aumentaba su nerviosismo.  Ese día dejó pasar más tiempo antes de llamar al esposo de su víctima para ver si tenía preparado todo el dinero, esperaba que ese día fuera el último de la negociación.

Al conectar el teléfono observó que el nivel de la batería era ya muy bajo.

Hizo la llamada al igual que otras veces, mientras conducía su coche.

-¿Aló? –respondió Carlos.

-Buenos días patrón.  Espero que hoy si tenga buenas noticias que darme. ¿Tiene preparado todo el dinero?.

-Si, lo tengo todo.

-¿Los doscientos cincuenta millones, en billetes de cincuenta mil?

-Si, está todo completo.

-Ve patrón, al final si uno pone todo el empeño se consigue.

-¿Qué he de hacer ahora?.

-Ponga toda la plata completica en una bolsa de viaje, en una hora coja el carro y diríjase al centro con el dinero, entonces ya le avisaré dónde tiene que ir.

-¿Cuándo me devolverá a mi esposa?.

-Cuando tenga el dinero.  Usted me entrega la plata y yo le entrego a su esposa.

-¿Estará con usted?.

-Si, pero la verá una vez que yo haya visto el dinero y tenga la seguridad que no me engaña o me tiende una trampa.  Si se le ha ocurrido llamar a la policía, olvídese de verla viva.

-El trato es que si yo le entrego el dinero usted me devuelve a mi esposa, en el mismo momento.

El secuestrador dejó escapar una risa.

-Patrón, el que pone las condiciones del trato soy yo, no creo que usted esté en situación de imponer nada.  Su mujer es el seguro para mí, de manera que mientras yo no tenga la plata en mi poder y la seguridad de que mi posición es segura, usted no tendrá a su esposa.

-¿Qué garantías tengo yo de que usted va a cumplir su palabra?.

-Mire patrón, no tiene ninguna garantía, eso es cierto, pero le aseguro que una vez tengamos la plata y se compruebe que no llamó a la policía, ya no nos interesa su mujer para nada.

-Necesito al menos una prueba de que mi esposa sigue con vida.

-Ella no está conmigo ahora, tendrá que esperar a que se cumpla el trato.

Para Carlos no estaba nada claro, salvo que el secuestrador quería protegerse sus espaldas.  Por lo que decía, no iba a entregarle a su esposa en el momento de recibir el dinero del rescate, sino después cuando él se sintiera seguro.

El investigador le hizo señas de que aceptara, que continuara accediendo a las reglas que imponía el secuestrador.

-¿Cuándo será el momento en que me entregue a mi esposa?.

-Ya se lo he dicho, cuando tenga el dinero en mi poder y esté seguro que la policía no está metida en esto.

-Esta bien, de acuerdo.  Espero que cumpla con su parte igual que yo cumplo con la mía.

-No se preocupe patrón, tendrá a su esposa.  Recuerde. Salga en una hora de su casa, después le daré instrucciones.

 

El inspector jefe empezó a preparar el operativo.  La bolsa con el dinero estaba lista, luego procedieron a colocarle a Carlos un chaleco antibalas.  El inspector disponía de varias unidades que tenía que coordinar, pero todavía faltaba saber el punto donde se haría la entrega.  El secuestrador tomaba sus precauciones, no quería desvelar el sitio hasta el último momento. 

El inspector le estuvo explicando a Carlos todo lo que iban a hacer.  Por supuesto no podían estar con él, pero lo iban a seguir de cerca con la máxima discreción, nadie podía darse cuenta de que la policía estaba al acecho.

Justo una hora más tarde Carlos descendió al garaje con la bolsa de dinero, cogió su coche y puso dirección al centro en espera de recibir la llamada que le detallara el lugar de encuentro.

Diez minutos después de estar en ruta, Carlos volvió a recibir la llamada.

-¿Dónde se encuentra? –le preguntó el secuestrador.

-Estoy en la calle 33, a punto de cruzar el río.

-Muy bien, entonces crúcelo y diríjase hacia el metro Universidad.  Aparque lo más cerca posible de allí.  Le volveré a llamar.

El inspector jefe escuchó la conversación.  Tenía que poner al corriente a todos sus hombres de dónde se dirigía Carlos.  Lo había citado junto a la zona universitaria, un lugar muy concurrido por estudiantes.  Localizaron de donde provenía la llamada, pero al igual que las veces anteriores, debía estar conduciendo, pues su localización se encontraba siguiendo un recorrido en la ciudad. Al menos pudieron ver que se encontraba cerca del punto donde había citado a Carlos. 

 

Unos veinte minutos más tarde Carlos encontró un lugar para aparcar.  Bajó del coche y empezó a caminar con la bolsa del dinero hacia la salida del metro Universidad.  A punto de llegar su teléfono sonó de nuevo.

-¿Aló?.

-¿Dónde se encuentra?.

-Estoy junto al edificio del acuario.

-Siga adelante hasta llegar al Parque de los Deseos.  Una vez allí vaya directo a los baños públicos que hay en la explanada junto al edificio del planetario.  Métase dentro.  Vaya al baño de hombres, allí alguien le preguntará:  ¿Su esposa se llama Brenda?.  Responda sí y déle la bolsa con el dinero.  A continuación esa persona se meterá con su bolsa en un baño y comprobará que está todo bien.  Espere ahí.  Si está todo correcto esa persona se marchará, pero usted se quedará allí al menos cinco minutos más sin salir.  ¿Lo ha entendido?.

-Sí. Pero lo convenido es que cuando yo le entregue el dinero, usted me entregue a mi esposa.  ¿Dónde estará ella?.

-Lo convenido no es cuando entregue el dinero, sino cuando yo lo tenga y esté seguro.  Entonces lo volveré a llamar para decirle donde puede encontrar a su esposa.

-Necesito una garantía de que usted va a cumplir con su parte del trato.

El secuestrador no respondió.

-Oiga, ¿Me oye? –preguntó Carlos con inquietud.

El secuestrador dejó de oírle.  Carlos creyó que había cortado la conversación, lo que ocurrió sin embargo fue que se agotó la batería del teléfono.

Carlos estaba nervioso, con temor, pero no por sí mismo.  Pensaba en Brenda, por si algo salía mal en la operación. Por lo que parecía, no iba a ser la persona con la que hablaba quien iba a recoger el dinero, eso quería decir que tenía al menos otro compinche. 

Ahora no podía comunicarse con los investigadores de la policía, imaginaba que estarían cerca, que ellos podían verle a él, aunque él no veía a nadie.

 

La policía localizó la llamada y de inmediato le comunicaron al inspector encargado de la investigación de donde procedía, había llamado de allí mismo, junto al Parque de los Deseos.

Eran las doce del mediodía y a esa hora llegaban muchos estudiantes a ese lugar, el Parque de los Deseos era un sitio de reposo y esparcimiento, los jóvenes iban allí a reunirse, hablar, descansar.  El edificio frente del planetario eran todo restaurantes, lugares de comida rápida y cafeterías.  Como era la hora del almuerzo, se encontraba muy concurrido.

El inspector ordenó posicionarse a todos sus hombres. Algunas patrullas habían acudido también a la zona para taponar todas las salidas, pero los investigadores que trabajaban en el caso se encontraban allí de paisano.  Aún así era arriesgado ponerlos en la explanada o en puntos estratégicos a su alrededor, entre los estudiantes habrían sido fácil de identificar si alguien estaba vigilando.  Tampoco había tiempo para sustituir al empleado o empleada encargados de limpiar los baños ese día, por uno de sus hombres.  Lo más probable además es que el cómplice del secuestrador estuviera ya dentro de los baños.

El inspector se preguntaba dónde estaría oculto el secuestrador que había estado llamando.  Podía estar a la salida del metro, al ser una estación elevada, tenía una pasarela que desde esa altura podía gozar de una buena vista de toda la explanada, se podían observar perfectamente todos los movimientos.  Aunque, por otra parte, ese no era un buen lugar para él, desde allí no tenía salidas, salvo meterse en el metro o bajar las escaleras a la calle. Otra alternativa sería el edificio de los restaurantes, desde allí se divisaba muy bien la salida de los baños y podía estar idealmente camuflado entre los demás clientes que iban en busca de algo para comer o beber.  O podía ser cualquiera de los cientos de personas que iban o venían cruzando de un lado a otro la explanada.

El inspector dio órdenes a sus hombres de dónde debían colocarse, lo más importante era: primero no levantar sospechas de que estaban allí, segundo identificar al secuestrador que iba a recoger el rescate, por último estar atentos a las órdenes que recibieran y actuar rápido.

Carlos llegó a la explanada del Parque de los Deseos.  Una vez allí buscó con la vista los baños públicos.  Se encontraban cerca de la esquina, próximos al edificio del planetario.  Había una entrada abierta y unas escaleras que descendían, pues los baños eran subterráneos.  Carlos se armó de valor y entró. 

Al final de las escaleras había un amplio espacio abierto, a ambos lados se encontraban los baños, los de mujeres a la derecha, los de hombres a la izquierda.

Cuando Carlos entró a los baños de hombres observó varias personas en torno a los lavabos, urinarios y secadores de manos, la mayoría estudiantes de las universidades próximas.  Miró alrededor, pensando quién podía ser la persona con la que debía encontrarse allí.

-¿Su esposa se llama Brenda?. -Escuchó que le preguntaba alguien a su lado.

Carlos giró su cabeza y miró a quién le acababa de preguntar.  Era un muchacho de apenas 18 años, quizá un menor. No esperaba encontrarse con alguien así.

-Si –respondió.

-Déme la bolsa y espere aquí –le ordenó.

-El muchacho, que también llevaba una mochila, le cogió la bolsa con el dinero y se metió en uno de los wáteres libres, cerrando la puerta. 

A Carlos le temblaban las piernas.  Supuso que antes de llevárselo entraba allí para verificar que estaba todo y le entró cierto pánico, finalmente sólo había en la bolsa ciento cincuenta millones.  La respuesta del préstamo no había llegado a tiempo y el inspector dijo que no importaba, ya tenían el cebo y con eso apresarían la pieza.  No era necesario esperar más.  De modo que le había aconsejado decirle al secuestrador que si, estaba todo el dinero listo.  Pero ahora, si ese muchacho contaba el dinero, se iba a dar cuenta de que no estaba todo.

El muchacho salió al cabo de unos minutos y le devolvió la bolsa, pero vacía.  Había transvasado el dinero de la bolsa a su mochila.  La principal consigna de su jefe fue que se cerciorara de que era dinero real, en billetes de cincuenta, pero no que lo contara.   Había tanto dinero que si hubiera tenido que contarlo habría pasado mucho tiempo antes de terminar, pensó asombrado al ver todos los paquetes de billetes nuevos.  Por un segundo se le pasó la cabeza largarse él con todo el dinero y desaparecer.  Pero había tanto que si lo encontraban era hombre muerto.  A lo que no pudo resistir la tentación fue a sacar algunos billetes de varios paquetes y esconderlos dentro de sus zapatillas.

-Ahora yo voy a salir –le dijo a Carlos-, usted tiene que quedarse aquí cinco minutos.  Más tarde le llamarán para decirle lo que necesita saber.

 

La policía estaba alerta a todo el mundo que entraba y salía de los baños.

-Atención, elemento sospechoso saliendo con una mochila –dijo uno de los hombres apostados para la vigilancia.

-¿Alguien lo vio entrar? –preguntó el jefe de la operación.

-Yo no lo he visto –respondió el que dio la señal de alerta-, debía estar ya dentro cuando llegamos.

-Seguimos observando, pero no le quiten el ojo de encima al pelao  -dijo el jefe en referencia al muchacho de la mochila.

El chico caminó a través de la explanada, miraba a su alrededor, se le veía nervioso.

-¿Qué está haciendo el pelao? –preguntó el inspector.

-Está llamando a alguien con su celular –le respondieron.

En ese momento el jefe recibió la comunicación de uno de sus hombres, lo había enviado dentro de los baños con la tarea de observar con el máximo sigilo.

-Jefe, el cómplice es un pelao de diecisiete o dieciocho años que acaba de salir con una mochila.  Ha cambiado el dinero de la bolsa a su mochila.

El jefe puso en máxima alerta a sus hombres.

-¿Qué hacemos?  -preguntó alguien.

-Este es un colaborador, pero no debe ser el pez gordo.  Vamos a ver qué hace. Seguramente acaba de llamar su jefe para decirle que ya tiene el dinero.  Dejemos que nos lleve hasta él.

El jefe dio instrucciones de seguirlo con discreción, pero con la máxima alerta por si se iba a subir a una moto o un coche.  No podían dejarlo escapar bajo ningún concepto, antes de que llegara a abordar ningún vehículo, debían echarle el guante.

Los investigadores sabían de antemano cómo debían actuar, eran una unidad especial de la policía destinada para los secuestros, de forma que procedieron conforme tenían predispuesto, siempre bajo la coordinación del jefe.

El chico tomó la calle Carabobo, siguiendo por ella hasta llegar a la calle 67.  Allí torció a la derecha.  El jefe puso a sus hombres en máxima alerta, la calle 67 era una vía rápida de tres carriles por cada lado, había que acercarse al objetivo no fuera a ser que tuviera la intención de acceder a algún vehículo que pasara por ahí.

Uno de los hombres encargados de inspeccionar el perímetro de la zona, informó que en la calle 67, unos cien metros más delante de la carrera 55, se encontraba un carro aparcado entre la vía y los árboles que rodeaban el recinto de la Universidad de Antioquia, un complejo de varias facultades.  El conductor, varón de unos 30 años,  se encontraba sentado dentro del carro.

El muchacho de la mochila cruzó la carrera 55 y continuó por la calle 67 andando pegado a la vía por un sendero bajo los árboles, ya que a partir de la esquina con la carrera 55 no había acera.

El presentimiento del inspector jefe se cumplió.  El pelao siguió la calle hasta llegar al coche aparcado, se detuvo allí y se puso a hablar con el conductor del coche.  Instantes antes, viendo lo que se iba a producir, el inspector ya había dado sus órdenes.

El conductor había agarrado la mochila del chico y la metió delante junto a él, justo en el momento en que le estaba dando dinero al chico, dos coches, uno con el distintivo de la policía y otro camuflado, frenaron en seco en paralelo al coche aparcado, bloqueándole la salida por delante y por detrás.  De inmediato dos hombres uniformados de un coche y otros dos de paisano del otro salieron apuntando con sus armas a los dos individuos.

Fue tan rápido e inesperado que la sorpresa dejó paralizados a los dos sujetos.  El chico levantó las manos en señal de rendirse y los policías ordenaron al otro que saliera fuera del coche con las manos en alto.  Al instante llegaron varios policías más.  El secuestrador no tuvo ninguna opción.

Abrieron la mochila y en efecto, allí estaba el dinero.  Habían atrapado al secuestrador.  El inspector jefe felicitó a sus hombres y sin esperar más llamó a Carlos para darle la buena noticia.  Como estaba a solo unos cinco minutos de allí, le pidió que se acercara hasta el punto donde habían apresado al secuestrador para ver si lo reconocía.

Tenían al secuestrador en su poder, pero la operación aún no estaba concluida.  Faltaba saber si había más compinches y, lo más importante, rescatar a Brenda.

Registraron a los dos sujetos, ninguno llevaba armas, pero requisaron los teléfonos de ambos y los doscientos mil pesos que había recibido del secuestrador.  Cuando registraban al chico, éste, al darse cuenta del operativo desplegado por la policía, intuyó que se trataba de algo muy grave y empezó a exculparse clamando asustado que él no sabía nada, que no tenía nada que ver con eso, que sólo había ido a recoger esa bolsa a cambio de los doscientos mil pesos que le había dado.  Y para intentar eximirse de su culpa, se sacó las zapatillas y devolvió los billetes que se había quedado metiéndolos dentro de los calcetines. 

En el registro del coche apareció otra pieza importante: el teléfono de Brenda, una de las principales pruebas inculpatorias.

Carlos llegó a paso apresurado hasta ellos.  Lo recibió el inspector tratando de que calmara los nervios, observando la excitación que traía.  Al llevarlo delante del secuestrador, su reacción fue clara.

-¡Es usted, hijoeputa!  -exclamó.

-¿Lo conoce? –preguntó el inspector.

-¡Pues claro, es el novio de mi hija!.

El inspector se quedó un poco desconcertado.

-¿Cómo dice, el novio de su hija?.

-Bueno, es el monitor del gimnasio donde va mi hija, una muchacha de diecisiete años, y estaban manteniendo una relación los dos, a la que mi esposa y yo nos oponíamos.

Tanto para Carlos como para el inspector, las cosas empezaban a encajar.

-Entonces –dijo el inspector dirigiéndose al secuestrador-, usted sonsacó la información a la hija del señor.

Él no dijo nada.

-Hermano, usted se sirvió de una menor para sacarle información y secuestrar a su madre.  Eso aún es peor, agrava el asunto aún más.

-Yo no le saqué nada, fue ella quien me decía que su papá tenía una mina de oro y que rendía mucho.

Tras esa declaración, se hizo un profundo silencio en el que todos pensaron lo mismo: sin darse cuenta de lo que hacía, había sido la propia hija quien le procuró la información al secuestrador.

-¿Cuántos son ustedes? –preguntó el inspector a continuación.

-No hay nadie más.

-¿Y este pelao qué? –dijo el inspector señalando al muchacho que fue a recoger el dinero.

-Él no tiene nada que ver, como el padre me conocía, no podía ir yo a recoger la plata, por eso le dije al pelao que alguien tenía que pagarme dinero y le propuse que fuera él a recogerlo y a cambio le daría doscientos mil pesos.

Podía ser creíble,  pensó el inspector, ahora faltaba saber lo más importante.

-¿Dónde está la señora que secuestró? –le preguntó.

Es secuestrador bajó la cabeza sin responder.

-Mire hermano, con lo que ha hecho usted lo tiene muy mal, se va a pasar muchos años en la cárcel.  Lo único que puede rebajar su pena es la colaboración con nosotros.  Si colabora, el juez verá allí un arrepentimiento y eso le servirá de atenuante.  Tenemos pruebas contra usted demasiado evidentes, como recibir el dinero del rescate o el teléfono de la esposa con el que hizo las llamadas, que por cierto sepa que lo teníamos intervenido y registramos sus conversaciones. Ahora dígame, ¿quiere colaborar?.

Seguramente en la cabeza del secuestrador pasaban muchas cosas, no sabía qué debía hacer.

-Hermano, será mucho mejor para usted que me diga ahora donde tiene a la señora.

-Está por Bello.

Bello era un barrio en un extremo de la ciudad.

-¿Se encuentra con vida?

El secuestrador negó con la cabeza. Al ver la respuesta, Carlos dio un grito y echó a llorar desesperado.

-Usted la mató –dijo el inspector afirmando más que preguntando.

-Fue por accidente.  Le di de comer y después ella se puso a gritar, tuve que golpearla para que se callara.  Allí debió recibir un mal golpe y murió.

-¿Cuándo fue eso?.

-El segundo día, en la noche.

-Y usted, aún estando muerta, pretendía cobrar el rescate.  Hermano, cada vez lo veo peor.

Tras la confesión de que Brenda estaba muerta, la euforia de haber apresado al secuestrador desapareció.  Todo el mundo se sentía consternado de no haberlo podido apresar antes.

El inspector le pidió que los llevara hasta el lugar donde estaba la señora y el secuestrador accedió.  Volvieron a cambiar el dinero de la mochila a la bolsa de Carlos y el inspector dio órdenes de que se llevaran al muchacho al comando para interrogarlo más tarde. A Carlos le dijo que podía volver a su casa, uno de sus hombres lo acompañaría, no era necesario ver a su esposa muerta.  Carlos sin embargo insistió en que quería acompañarlos, quería ver a su mujer, aunque estuviera muerta.

 

 La avenida Regional era una calle de varias vías que atravesaba transversalmente todo Medellín, muy cerca de donde ellos se encontraban.  Tomaron la avenida y continuaron sin parar hasta Bello, uno de los últimos barrios de la ciudad.  Al llegar allí, el secuestrador tuvo que guiarlos hasta el lugar.  Al lado izquierdo de la avenida se encontraba el barrio de Bello, al derecho había pocas zonas urbanizadas y amplios descampados.  Los condujo hasta el lugar donde una vez al mes se hacía una feria de ganado.  El sitio estaba sin urbanizar, las casas más cercanas se encontraban al menos a  quinientos metros.  No se veía nada.

-¿Donde está? –preguntó el inspector después de bajarse del coche.

-Allá, en aquella caneca –respondió el secuestrador.

Estaban en un gran descampado, la caneca a la que se refería el secuestrador era un contenedor para arrojar basura, posiblemente cuando se organizaban las ferias de ganado cada mes.

Se aproximaron a la caneca, al llegar allí se percibía el hedor que salía de ella.

-¿Cuándo la trajo aquí? –preguntó el inspector.

-Ayer en la noche.

Miraron dentro, a la vista sobresalían unas bolsas negras de plástico.

-¿Dónde está, en las bolsas?.

-Si.

Sacaron las bolsas y la visión que quedó expuesta fue horrible.  Brenda había sido descuartizada y puesta en bolsas de plástico. Al ver aquello, Carlos se desplomó al suelo desmayado.

El criminal secuestrador había separado la cabeza y las extremidades del tronco, descuartizando el cuerpo para meterlo así en las bolsas.

Reanimaron a Carlos y el inspector lo envió con un par de hombres a su casa.

El inspector y los hombres que habían quedado con él se encontraban afectados también, encolerizados con el hombre que había cometido aquel hecho abominable.

-Mire hermano -le dijo el inspector-, lo que ha hecho con esta mujer es lo más aborrecible que he visto.  Usted no merece vivir, usted merece la muerte.

 

 

 

En la tarde, la mujer del secuestrador recibió una llamada en su celular.  Miró la pantalla, era de su marido.  La había llamado por la mañana y le había dicho que en la tarde tendrían mucha plata.  Estaba impaciente por tener noticias.

-¿Aló?.

-Hola mi amor.  Ya está hecho el trabajo, la plata va a ser nuestra.

-Amor, te escucho mal, hay ruido ahí donde estás.

-Si, ¿pero me entendiste?.

-Si.

-Escucha amor, necesito que me hagas un favor.  El esposo ha depositado la plata en un lugar, yo no puedo ir a verificarlo, necesito que vayas tú y cojas la plata. ¿Me has entendido?.

La mujer escuchaba la voz de su marido un poco diferente, resultaba un poco difícil con el ruido que se oía detrás, pero lo había entendido.

-¿Qué tengo que hacer?.

-Tienes que ir a Bello.  Fuera de la estación del metro, cruzando el río, verás un gran descampado, es donde hacen la feria de ganado cada mes, a la derecha hay unos edificios, a la izquierda una pequeña laguna, dirígete a la laguna, allí al lado hay una caneca, mira dentro, en una bolsa de plástico negra está el dinero.  Cógelo.

 

La mujer, sin perder tiempo, siguió las indicaciones que le dijo su marido.  Estaba muy excitada con la posibilidad de tener la plata que le había prometido.

Bajó en la estación de metro de Bello.  A un lado estaba el barrio, al otro el río y después un descampado, era fácil de llegar.  Fue a pie, no estaba lejos.  En poco más de cinco minutos cruzó unas parcelas y llegó a la avenida Regional, tuvo que buscar un paso para cruzar y en seguida estuvo en el río.  Lo cruzó también y allí mismo se encontraba el descampado.  Tal como le había dicho su marido, a un lado había una sola calle con unos edificios, al otro una laguna.  Se encaminó hacia ella. 

No tardó en ver la caneca.  Estaba muy excitada en aquel momento.  Miró alrededor suyo, pero no vio a nadie, estaba sola.

Destapó el contenedor y allí estaba, una bolsa de plástico negra tal como le dijo su marido.  Tiró de ella para sacarla fuera.  No pudo, pesaba demasiado.  Estiró la cabeza para mirar en el interior y abrió la bolsa para ver.  Se quedó horrorizada.  Allí no estaba el dinero, sino el cuerpo de su marido descuartizado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
Marco Pascual